Las Treviño
Yo no las conocí. Nunca supe sus nombres, ni cuántas eran. No vivían aquí. Quiero decir, no eran del rumbo. Vivían en una casa de piedra, alta, silenciosa, de perfiles grises. Un jardín quieto, inmóvil, lleno de sombra, la rodeaba.
Si las recuerdo, sin haberlas conocido, es porque llevaban el mismo nombre de mi familia. ¡Pero qué contraste! Mis tías eran ruido y bullicio y ellas, según decían, pausadas y delicadas figuras de movimientos cuidados.
Tal vez sus enormes ojos claros y su tez blanquecina las hacían más destacables en un entorno de miradas y cuerpos brunos.
O quizás el acento heredado de sus padres extranjeros las obligaba a pronunciar con dificultad las erres y las eñes, o a remarcar las zetas y las uvés.
No podían, ni aún intentándolo, pasar desapercibidas entre un grupo de locales. Como el prietito en el arroz, o mejor, como el arroz entre los prietitos...
Pero no era sólo su aspecto el que destacaba su diferencia. Parece que al caminar no pisaban la tierra: sus vestidos largos impedían verles los pies al avanzar y daba el efecto de que simplemente se desplazaban a unos cuántos centímetros del piso. Aunque muchos creían que no era solamente un efecto. Pues además surgían inesperadamente por cualquier rincón del jardín, sin previo ruido que indicase su presencia... Y se desaparecían del mismo modo.
Eran amables y atentas. Compasivas y dulces.
No causaban temor, si acaso es lo que alguno pudiera pensar sobre ellas.
En ese tiempo no se hablaba de zombies ni vampiros e indiscutiblemente ellas no lo eran, ni lo serían hoy día.
Pero eran diferentes. Absolutamente.
Ellas... sabían.
Y tal vez por eso la mirada se les perdía en la distancia, por encima de la cabeza del interlocutor. Y tal vez por eso sus respuestas parecían lejanas y enigmáticas...
Ellas... sabían.
Por broma, un día, una amiga les llevó una baraja del Tarot. Al principio las Treviño no entendieron de qué se trataba. Extendieron todas las cartas sobre la mesa, observando cuidadosamente una por una, y después se miraron entre ellas, sin sorpresa, con tristeza más bien. La mayor movió lentamente la cabeza, asintiendo, y murmuró algo como "ya es el tiempo".
Ese día la amiga salió alegre por la lectura de las cartas; las Treviño le habían adivinado el futuro, según diría y recordaría siempre. Aunque ellas sólo habían hecho conjeturas vagas y amables.
Las Treviño no eran brujas, ni demonios, debo insistir en ello.
Los días que siguieron la gente empezó a visitarlas cada vez con más frecuencia, pidiendo que les leyeran las cartas. Y una de ellas, la mayor, la de nombre celta, las atendía.
Arregló una pequeña habitación, una especie de ropería a la que se llegaba por una puerta lateral de la casa, acomodó una mesa con sillas alrededor, en las paredes colgó algunos mapas zodiacales, sacó un búho disecado y algunas otras chucherías, y ...
Por algún tiempo, mucho, mucho tiempo, entre risas y nervios, entre emoción y esperanza, fingiendo que era un juego, las amigas fueron a conocer su destino. Sin advertir, ni sospechar, que esa curiosa entrevista se quedaría grabada para siempre. Cuando les fallara la esperanza, o se les complicaran las cosas, o simplemente cuando la propia vida pareciere no tener ya nada que ofrecerles sino la lenta e inevitable pérdida de la juventud, entonces surgiría, entremezclada con algún melancólico recuerdo, la frase que la mayor de las Treviño les hubiera revelado.
No era una frase en particular. Ni tenía que ver con nada especial. Era la vaguedad de lo expresado lo que la hacía inolvidable... Y la mirada penetrante con que había sido dicha. Porque era inegable que "ellas... sabían."
Pero esto no es lo importante.
Un día con otro, las Treviño desaparecieron. No por arte de magia. Simplemente se fueron. Una a una. Y nadie se dio cuenta. La menor, aparentemente, a estudiar al extranjero. Otra, se casó (¿se casó?) y movieron del trabajo a su marido. Una más, fue a ver a una pariente enferma, que vivía quién sabe dónde, y sola.
Sólo la del nombre celta, cada vez más espectral, continuó viviendo allí. O eso se cree, pues nadie la vio salir o despedirse. Aseguran que se perdió entre sus propios jardines...
Lo cierto es que un buen día los vecinos vieron cómo demolían la casa para dar paso a un centro comercial y de ellas no se volvió a saber nada.
Elsa Beatriz Garza
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