Mis “ Las Mil y una Noches” Cuentos orientales de Antoine Galland
He tratado de entender mi interés o fascinación por ese libro de cuentos orientales de origen indio, persa o árabe conocido, o eso parece, mundialmente como "Las Mil y una Noches". Y, por más que me esfuerzo, no logro definirlo.
Siempre regreso al pasado, en imágenes.
Tenía yo cuatro años la Navidad en que nuestra tía Berta, la menor de las hermanas de mamá, nos lo regaló. Yo no sabía leer, pero el volumen tenía en la portada una hermosísima ilustración que insinuaba un mundo desconocido, mágico, misterioso.
¿Cuándo conocí alguna de las historias? ¿La leí yo, o me la contaron? No lo recuerdo. Sé que Aladino, Ali-Babá y Simbad, son personajes tan familiares como Caperucita Roja, Blancanieves o Peter Pan. Historias que solíamos escuchar en programa radiofónico los domingos al anochecer.
¿Magia y misterio porque en "Las Mil y una Noches" hay genios, hadas, reyes de otros países, caballos -alfombras o cajas- voladores, aves gigantescas, monstruos de un sólo ojo devoradores de hombres, seres transformados en animales, artefactos poderosos, encantamientos?
Podría ser la explicación. Pero no me basta. Para entonces las historias de Pegaso, Polifemo, Ulises, las de Ester y Judit hebreas, que igualmente me maravillaban, me eran familiares. Al igual que muchas otras del Génesis.
¿Serían las láminas, 65 grabados y 7 cromotipias de Eduardo Vicente (1909-1968), que la Editorial Sopena incluyó en el libro?
Quiero creer que sí, pues son bellísimas, delicadas, sugestivas, y se corresponden con la esencia de cada cuento. Aunque debo reconocer que no las veía con detenimiento. Eran una especie de anticipo de lo que sucedería en el interior de cada historia. A excepción de la de la portada, no recuerdo ninguna en particular pero, invariablemente, son la primera asociación que hago cuando se trata de "Las Mil y una Noches". (O cuando pienso en magia).
Este ejemplar era un libro seductor desde cualquier punto. Múltiples historias, de distintos tipos, pues en algunas no aparecían seres sobrenaturales ni magia. El vocabulario, preciso y con una edición bien cuidada, me hacían volar sobre mundos imaginarios...
En la versión de Galland traducida por Pedro Pedraza y Páez y publicada en 1955 por Editorial Ramón Sopena, encontré un tesoro de textos que leí y releí en mi niñez, con inagotable entusiasmo y alegría, pero del que sólo recuerdo algunos relatos. O, en algunos casos, sólo me son familiares los nombres de los cuentos.
Las tres manzanas, El médico Dubán, El pescador y el genio, El tercer anciano y la princesa Scirina, La historia de Nuredín-Alí y Bedredín-Hasán junto con la de “El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro” son relatos que conservo casi completos.
Otros, como el del jorobadito, los del barbero y sus seis hermanos y el joven cojo, el del príncipe Amed y el hada, quedan en eso. Sé que al releerlos los iré recordando.
Por supuesto que los más sorprendentes e imposibles de olvidar son los de Aladino y Alí Babá. Pero esos no cuentan: ahora sabemos que son cuentos “huérfanos”, provenientes también de la tradición oral de oriente, pero que fueron incluidos por aportación conjunta de Antoine Galland, el primer traductor occidental, y el sacerdote maronita sirio Hanna Diab.
Hay algunas anécdotas que no sé a qué historia corresponden, como la de los esposos que fingen cada uno haber enviudado para recibir apoyo del sultán y la sultana, respectivamente.
Y otro cuento, para mí imprescindible al hablar de "Las Mil y una Noches", es el de Ali-Cojía, mercader de Bagdad donde los niños son los protagonistas.
De algunos más sólo sobreviven en mi memoria, algún hecho aislado como, por ejemplo, el del joven al que le cortan los pulgares por comer ajo, al que le cortan una mano por ladrón, los que quedan tuertos o sufren alguna desgracia... y, por supuesto el sentimiento de aceptación del destino como procedente de Dios (en realidad Alá), y de la voluntad del Califa.
Estos últimos también sufrían los altibajos de la vida y las catástrofes de la naturaleza, aunque por lo general recuperaban después su gloria y poderío anteriores.
Inexplicables para mí eran, en aquella época e incluso ahora, las decisiones de estos diversos califas, que recompensaban a sus favoritos casándolos con alguna dama sin antes consultarla a ella.
Nombraban visires por simple simpatía del momento (en un caso el elegido es un mono), o los mandaban matar con la misma ligereza. Y no entro en el tema de cómo trataban a la mujer... muchas de las cuales sólo podían sobrevivir gracias a sus conocimientos de magia.
Todo el tiempo me he referido a mi primer libro de Las Mil y una Noches... de Galland, (su traducción al francés en 1704, fue la que lo dio a conocer, a pesar de existir al menos algún manuscrito árabe del siglo XIII y de que existiera en tradición oral desde el siglo VI d.C.).
Años después he podido leer algunas de estas historias en otras traducciones al español: directas del árabe como la de Cansinos Assens, o del francés de Mardrus, y del alemán de Weil, (por sólo citar algunas de las traducciones clásicas de los siglos XIX y XX, La de Burton, que Borges leyó en inglés, no la conozco), y con algo de pena debo reconocer que superan en contenidos y recursos literarios a mi amado ejemplar.
No obstante, me quedo con dos historias miliunanochescas: la historia de Nuredín-Alí y Bedredín-Hasán junto con la de “El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro” como las que compendian y justifican mi fascinación.
¿Nada que ver con la realidad?
Entonces pienso en Borges...
O tal vez todo.
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