Un jardín delirante...
Cerró
los ojos y esperó, confiando en que al abrirlos todo empezaría de nuevo.
Los
pensamientos fueron abandonando su mente, como la neblina al amanecer. Poco a
poco los sentidos dejaron de mandar señales; lo único que percibía era su
cuerpo recostado en el sofá. Después, ni eso.
Atrás,
atrás en el tiempo, ¿pero cuánto?
Abrió
los ojos.
-Así que esto es así –se dijo, más bien pensó, sin sorpresa.
¿Cuánto
le duraría la conciencia del pasado? ¿Debía sumergirse en ella e intentar
retenerla o simplemente abandonar?
Por
la ventana podía ver la barda de la casa de enfrente: ladrillo y crema. Rejas
negras. Y las elisas, los geranios, los rosales… Un jardín delirante ¡el de la
abuela!
Había
sido… ¿cuándo? Lo recordaba bien. Cuando el amor y las estrellas eran la guía absoluta. ¿Cómo oír otra
cosa? ¿Cómo no seguirlas? Y, sin embargo, allí el camino también tuvo su
encrucijada engañosa. De ahí la necesidad de retomar el punto. Volver al inicio
de la risa y transitar la disyuntiva desdeñada.
Abuela
me miró.
-¿Por
qué me miras así? -La interrogué ahora, atrevida.
-Eres
un poco yo, y no lo sabes aún –me dijo.
Y su mano me entregó una rosa.
Y su mano me entregó una rosa.
¡Como ella!
Todo el tiempo caminando en círculos para acercársele y allí había estado, la flor, la sonrisa, la aceptación.
Todo el tiempo caminando en círculos para acercársele y allí había estado, la flor, la sonrisa, la aceptación.
-¿Por
qué no lo dijiste entonces? –le reclamé. –Pasé de largo y ya no hay estrellas
en mi vida… Mírame, abuela, si desde donde estás puedes hacerlo: el viento me
oxidó los huesos. Me dejó sin fuerzas. Sola.
-Ya no recuerdo tu
mirada cuando te hice el reproche, ¿en verdad te reproché algo, me atreví, la
segunda vez? ¿Acaso hubo una segunda vez y fue distinta a la primera?
-Dime.
Responde.
Las elisas, los geranios, las rosas, cantaban su esperanza junto a la reja. Era abuela también la mujer que cuidaba el jardín de la casa vecina.
Abrió
los ojos.
Hace mucho que no
la visito
–pensó. –Debo ir a verla.
-Abuela, –la encontró como la última vez, atendiendo sus flores. –Aquí estás.
Ella sonrió, sus ojos grises, pequeñitos, dulces... Le ofreció una rosa.
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