viernes, 14 de febrero de 2020

Al sur de Veracruz (fragmento)


Al sur de Veracruz
     El río era el camino. La selva, todo lo demás.

     Los tres hombres avanzaban silenciosos. Atardecía.
¿Estamos cerca?
Eso creo.
     No se detuvieron. El mayor de ellos encabezaba la expedición. Sus ojos rasgados, ligeramente estrábicos, observaban atentamente buscando una señal que su memoria pudiera reconocer o relacionar.
     Hacía casi un siglo, cincuenta y dos años según el calendario de su pueblo, que obligado por la gran inundación debió emigrar de su aldea, junto con los pocos sobrevivientes. Recordaba las lluvias intensas, el desbordamiento del río, las ceremonias del chamán...
     Cuando se marchó, su corazón de niño repetía incansablemente que habría de regresar, si el Gobernador del Cielo lo permitía, para cumplir con el rito de sus antepasados.
     Y mantuvo vivo su juramento.
     Todas las noches, al terminar las faenas del día, escuchaba el recuento de los mayores y grababa con cuidado las señales. El cielo estrellado sería su mapa. La Serpiente Cola de Brillantes apuntaría en la dirección exacta.
         –Allá. La mano trazó una breve curva y terminó por señalar la pequeña agrupación de estrellas bajo las garras del Dragón Luminoso.
     Los jóvenes identificaron los astros que formaban el Pectoral de Quetzalcóatl. Noche tras noche, tan atrás en el tiempo como podían retroceder en sus jóvenes vidas, el abuelo había esbozado la ruta en el tapiz del cielo: de la Serpiente al Dragón y bajo éste, el Pectoral. Precisamente allí debían abandonar el río e internarse en la selva, hacia el hogar del Jaguar...
          Allá. La breve frase vibraba melodiosa, profunda, imperativa.
     Por un momento hasta la naturaleza contuvo la respiración. Hacia el horizonte de agua las siluetas humanas se perfilaron como figuras de piedra. A no ser por el leve agitarse del manto del sacerdote o el casi imperceptible movimiento de cabeza de la iguana posada sobre los hombros del más joven.
     Debían continuar.

     La noche los vio caminar decididos, sin titubeos, ausentes de cansancio o dolor. Apresurado el paso, la mirada alerta, los sentidos agudizados. Conocedores de los riesgos al tiempo que confiados en su destreza.
     Trayectorias como ésta no les eran ajenas; lo diferente era el motivo que los impulsaba ahora. El grupo que rescató a Señor Abuelo cuando niño, era del barrio de los comerciantes. Y tan pronto como lograron establecerse en un nuevo sitio, retornaron a su productiva actividad. Aunque con mucho esfuerzo, pues toda la región había quedado devastada por la inusual tormenta y, literalmente, las formas de vida organizada existentes hasta ese día se borraron.
     Pero los sobrevivientes de la región del hule poseían las cualidades de las deidades que los protegían. No necesitaron buscar mucho en su interior para encontrar la fortaleza, la astucia y el valor necesarios para reorganizarse. La vida retomó los cauces habituales.
     Levantaron nuevas viviendas en uno de los sitios altos, al norte. Repitieron las prácticas conocidas para la labranza, primero desmontaron un tramo de la selva, esperaron a que se secaran los matojos y cuando fue tiempo quemaron toda el área. Después, hicieron los agujeros con la coa y la azada y sembraron. También prepararon las ofrendas para el nahual de la tribu, el jaguar, quien favorecería la cosecha.
     Esa etapa de su vida y de la de su pueblo Señor Abuelo la evocaba, ahora, sin dolor. El trazo detallado del centro ritual que serviría para las actividades políticas, religiosas y económicas, con sus cuidadosos ejes norte-sur, oriente-poniente; la disposición de los montículos, principalmente el de la pirámide volcán; la plaza ceremonial y el sitio de la primera ofrenda. Con fe ciega los sobrevivientes se habían dedicado a abrir la fosa, apisonar la base y a cubrirla con arcilla amarilla, sobre ésta acomodaron los mosaicos de acuerdo al diseño ritual, el que figuraba la máscara del jaguar. Y lo revistieron de arcilla roja, la sangre del venado, para garantizar el alimento del dios y del pueblo mismo. Depositaron las ofrendas colectivas y continuaron rellenando en capas, con materiales de distintos colores que simbolizaban las diferentes alianzas, hasta alcanzar el nivel del suelo.

     Ahora estaba de regreso, y venía acompañado de sus dos nietos mayores: hábiles exploradores, que sabían leer las señales del cielo y de la tierra tan bien como él.
     Señor Abuelo sabía que su vida había sido especialmente favorecida. Había llegado al rango de Sacerdote Gobernador y cumplido con dignidad y respeto las funciones que le competían. Se decía que la pequeña tribu recuperó su importancia gracias a su dirigencia. Audaz, decidido, enérgico, estaba bajo la protección del Jaguar Negro, se decía.

     Pero era mucho más que eso.