El gran perro negro
No era un perro negro (aunque ahora incluso hasta pudiese figurárseme pequeño). Era más bien un enorme y aterrador monstruo, más parecido a un lobo hambriento o sanguinario dispuesto a devorar lo que se le interpusiera. O sea: a mí.
Al despertarme esa mañana recordaba con claridad el sueño y las emociones que me dejó.
En esa dimensión no lineal ni espacial, había un hombre que en esta atmósfera era percibido como alguien muy relevante. Bien a bien no recuerdo cuál era su importancia. Podría ser un famoso actor o un respetado intelectual. Además de su porte se distinguía entre todos quienes allí nos hallábamos, por su mascota. Un lince de largas y delgadas patas y rostro si no dócil, al menos no agresivo, que inspiraba cierta sensación de alarma, pero sólo por su naturaleza felina, no porque caminaba al lado del hombre como deslizándose, no siguiéndolo, ni adelantándosele. Por momentos parecía que llevaba una cadena; en otros, iba sin ninguna correa.
Hombre y mascota caminaron hacia un espacio abierto, tal vez un jardín, o un parque. Creí que era un ambiente más adecuado para ellos y sentí alivio. O seguridad. Aunque la situación en sí no tenía nada de alarmante. Podía ser una celebración familiar o una comparecencia cultural. Se departía con gusto; las risas agradables se dejaban oír al interior de la vivienda...
A veces estoy consciente de que estoy soñando. A veces no. No lo sé en este caso. Pero me sentía bien y cómoda y vi que el hombre regresaba sin su mascota y venía hacia mí.
De pronto, el pánico, desgarrando el escenario, nos invadió de un brinco. Era el gigantesco animal, de pelaje oscuro y fauces enrojecidas, salido de no sé dónde, quien nos atacaba enfurecido. Pensé que el hombre del lince podría detenerlo pero, al ver su alarma, me di cuenta que la víctima era yo y que no podría evitar el ataque. Estaba paralizada. Casi sentía los colmillos arrancándome los brazos...
Entonces, súbitamente, el temor de ser despedazada se desvaneció y me enderecé tranquila.
La bestia se detuvo frente a mí, desconcertada. La miré a los ojos, fijamente. Ella me desafió con su mirada salvaje. Con claridad y firmeza, aunque en voz baja, casi imperceptible le ordené: Calma, calma, calma. No sé por cuanto tiempo le sostuve la mirada. Finalmente el animal se dio la vuelta y desapareció por donde había surgido.
El hombre me sonrió y con su mascota atada a la correa se incorporó a la reunión.
Le entendí, creo. Pues me sentí feliz y libre de amenazas.
Ese mismo día, en el consultorio del joven médico vi cómo este oscuro ser, al igual que un efrit de la antigua Persia que liberado de la botella en que ha estado cautivo busca venganza, emergía feroz y se expandía rápidamente por todo el cuarto, sin nada que lo contuviera, para aniquilarme. Sentí que nublaba mi cabeza y paralizaba casi por completo mi corazón... Cuando su mirada cruel anticipaba la victoria, con un repentino aliento lo miré a los ojos y con claridad y firmeza, aunque en voz baja, casi imperceptible le ordené: Calma, calma, calma...
28 de julio de 2021
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