Raíces en el mar
Ahora intentaré hablarte del mar. Del que asocio a mi vida desde que tengo uso de razón. (2014-07-18)
Papá tenía un rancho en Tamaulipas, al que íbamos en todas las vacaciones, que colindaba con el mar. Los médanos o dunas, no nos dejaban verlo pero escucharlo era inevitable. De día o de noche ya bramido, ya rugido, ya murmullo el mar se hacía presente. Siempre vivo, amenazante, a pesar de la distancia. Generoso a veces y cruel en otras. Lo amábamos. Sólo en una de las tres temporadas del año que pasábamos en el rancho, papá nos llevaba a ver el mar. Era cuando el mar se ofrecía sereno, o fatigado o amigable.
La expedición era una aventura. Implicaba preparativos diversos. No sólo víveres y agua, había que preparar caballos y bueyes y la carreta. Salir casi de madrugada, para llegar a los médanos antes de que el sol calentara la arena. Pues allí se nos daba la opción de pasar ese trecho a pie. (La carreta tenía que hacer un rodeo y los jinetes fungían como guardianes.) Todos preferíamos correr, subir o atravesar los médanos en un intento de ser los primeros en dar el grito de "El mar, el mar" como si nunca lo hubiésemos visto o no supiésemos que estaba allí. Los que quedábamos detrás del "explorador" de avanzada, nos apurábamos también a llegar al sitio donde se pudiera divisar.
Esto ocurría siempre. Desde que tuve uso de razón. No me importaba ser la primera o la última. Allí empezaba mi enamoramiento. Faltaba terminar de cruzar el medanal y todavía un tramo de como quinientos metros de playazo para llegar a la orilla del mar.
Pero desde la cumbre de algún médano, y estirando la vista al máximo, mientras el viento me desordenaba el cabello, la imagen mágica del resplandeciente mar, con su tirita de espuma blanca rodando, y el chasquido de las olas al rebotar, me encandilaba el alma.
Era un gozo recorrer el tramo que nos faltaba. Con el mar cantando cada vez más fuerte. (Al regreso era lo inverso, me faltaría todo un año para volver y la pena era proporcional.)
Otro día te hablaré de la arena, la más hermosa del planeta, de las conchas y de la vegetación y la fauna (cangrejos, tildillos). De cómo acampábamos, modestamente, y de lo que hacíamos. Y del regreso, inflexible, antes de las once de la mañana para evitar la asoleada.
Ese mar de mis raíces se aferra a mi corazón como no tienes idea. Simplemente recordarlo me hace feliz. Vivirlo, ni se diga.
En palabras de José Emilio Pacheco:
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