La aparición
Ya no lo
veo. Lo he buscado en los lugares de siempre: en los vidrios de las ventanas,
en los espejos, en los charcos de agua, en las superficies reflejantes. Pero
nada. Parece que nuevamente ha desaparecido de mi vida. Y ahora sí para
siempre.
Y no es que
lo extrañe. O lo necesite. Nunca he podido entender qué hacía en mi vida. Ni
siquiera quién o qué era, o qué pretendía.
Quiero
pensar que volverá. Que aún le queda algo por resolver en este mundo mío al que
no tiene acceso sino a través de mí.
Porque
aunque no habla, (jamás ha pronunciado palabra), siento que nos comunicamos más
efectivamente que si lo hiciéramos.
La primera
vez que lo vi, o que creí verlo, estaba sentado afuera, en uno de los escalones
de entrada al salón. El cristal de mi ventana abierta lo reflejaba con nitidez.
A mis ojos de niña, parecía el personaje de un sueño: radiante, etéreo; lo miré
embobada por un momento... Luego, la visión desapareció.
Volvió al
día siguiente y otros más después. Sobre la misma hora. Primero el rayo de luz
golpeaba el cristal y, tras el breve destello, aparecía su imagen traslúcida.
Desde mi
limitada movilidad intenté localizarlo, buscaba el origen de mi ilusión, pero
sin éxito. Mi compañera de banco se esforzó en vano por verlo, llegó a pensar
que era una de mis bromas para distraerla de la clase... Cuando comprendí que
solamente yo lo veía, dejé de contarles a los demás de sus visitas. Supuse que
si fuese un ángel, un santo, o una especie de orishá y tuviera algún mensaje
que darme lo haría tarde o temprano.
Con esta
creencia en mente me dispuse a esperarlo. Pronto logré presentir su llegada. No
había señales físicas que lo delataran, nada de cambios en la temperatura del
aire, o ruidos, o movimientos anormales de las cosas a mi alrededor. Era una
sensación similar a la que experimentamos segundos antes de que suene el
teléfono y quien llama sea precisamente la persona que imaginábamos.
Coincidencias,
le dicen algunos. Telepatía, otros. No sé. Para mí dejó de ser un juego de
ilusiones pues, con o sin mi permiso, entró a formar parte de mi vida. Bueno,
no exactamente. Sería más parecido a lo que nos ocurre cuando de pronto
advertimos en nuestra casa un adorno al que nunca antes le habíamos puesto atención,
pero del que en adelante iremos observando cada vez más y más detalles valiosos
y significativos...
Sí, algo
así. Sólo que en este caso sería más bien recíproco. Como si a mi vez, yo fuera
para él la aparición que se asomara a su mundo, a su alma, a sus sueños y
fantasías. No me lo puedo explicar de otra forma...
¿Ya dije que
llegué a presentir cuándo se presentaría? No importaba cuánto tiempo pasara sin
verlo, o que el lugar reflejante no fuese uno de aquéllos por los cuales mi
fantasma acostumbrara vagar, (como la pantalla de la televisión o la
computadora), una vez que yo anticipaba su presencia me bastaban unos segundos
para descubrirlo en algún reflejo a mi alrededor. Y a él le tomaba otros tantos
desaparecer.
No obstante
el poco tiempo que se dejaba ver, alcancé a percibir sus transformaciones. A
veces lucía joven, alegre, fresco; en ocasiones adelgazaba, o parecía
envejecido; triste, decepcionado, cansado. Pero no en este orden, ni siquiera
en orden cronológico. Un día parecería alto y corpulento y en la siguiente
ocasión aparentaría quince años menos, y en la siguiente, sería todavía más
joven, o mayor, canoso y encorvado. Si no fuera por la mirada vívida, intensa,
que parecía querer clavarse en mis ojos, hubiera pensado que se trataba de un
retrato. O de varios. Porque como ya he dicho, su apariencia no era fija ni
tenía la continuidad que a nosotros nos da el desarrollo de la edad. Además de
la incertidumbre de sus rasgos faciales que nunca perdieron su cualidad de
fascinarme, a veces lucía atuendos ligeramente distintos, que en ocasiones
intenté descifrar.
Como la
gorra de los yankis, igual a la que usaba mi hermano cuando jugaba beisbol y
que yo había escondido por diversión. Vérsela a él, con la visera ladeada a mi
estilo, me alarmó. Creí entender que debía devolverla, pero no la encontré.
Días después apareció tras un rosal, muy lejos de la gaveta en que yo la había
ocultado.
Otra vez vi
que en su solapa brillaba la cruz recuerdo de mi bautizo... Días antes,
mientras nos arreglábamos para asistir a nuestro primer baile, vi con algo más
que admiración el dije que mi amiga lucía en el cuello. Era un sencillo aderezo
de turquesas; pero junto a él, mi estilizada cruz de oro lucía infantil,
inadecuada. ¿Serviría para ahuyentar a algún íncubo? Riendo, cambié mi joya
infantil por una gargantilla de pequeños brillantes.
En lo que a
esa noche respecta, ni íncubos ni súcubos nos rondaron. Pero a partir de
entonces mi alhaja ya no luciría con tanta frecuencia en mi cuello.
Esta clase
de señales me sorprendieron mucho, (pero alegremente); comprendí que, sin
podérmelo explicar, él había encontrado un modo de entrar a mi realidad física;
de acercarse más a mí. Después la cruz reapareció y no había nada sospechoso en
ella. Pensé que si la usaba podría convocarlo, pero no. Varias veces la dejé en
lugares visibles para darle oportunidad de tomarla de nuevo, pero no ocurrió
nada. Aparentemente ya no sentía curiosidad por la prenda.
Me esforcé
por encontrar alguna constante en las mutaciones de la imagen... Si acaso la
hubo, no logré descifrarla. A veces sentí que se enorgullecía de mí y pretendía
imitarme, otras que algo lo había incomodado y me lo reprochaba o deseaba que
lo corrigiera, muchas veces me vi como su sombra, y otras creí que él era mi
proyección futura... lo que yo habría debido ser si no se interpusiesen entre
nosotros dos mis circunstancias... no sé.
Hubo un
tiempo en que, a pesar de las fracciones de segundo en que lográbamos
contactarnos, su mirada se aferraba a mi alma...
Era como un
grito de alarma, a veces. O como un saludo cariñoso, otras.
Pero nunca
pasó nada. Simplemente un día advertí que ya no lo había vuelto a ver.
Lo busqué
con intensidad en los espejos y en los cristales. Lo que descubrí fue mi
reflejo, no el joven y alegre de la inocente niña, sino el de la mujer que hace
años no juega a las muñecas. Pero de él, ni pista. Ni idea.
¿Murió,
cambió de dimensión, o encontró a otra más joven que sí lo comprende?
Elsa Beatriz
Garza
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