sábado, 2 de noviembre de 2013

El último efrit

No era de sorprender que, a la muerte de su padre, él realizara este viaje. No que lo hubiera planeado con detalle, pero sí que siempre se sintió predestinado.  El Oriente se había filtrado en su sangre a partir de los maravillosos relatos de Scherezade y, como tantos otros miliunanochescos, había decidido demostrar, a través de evidencias irrefutables, la autenticidad de esas historias y la existencia de esos personajes.

Su razonamiento era sencillo: Los genios y las hadas no eran producto de la fantasía. Vivían, o habían vivido en una región concreta de Asia. Pero al igual que a otros seres, ya fuera la evolución o la mano del hombre los había hecho ocultarse o desaparecer.
Por eso estaba allí, en medio del desierto, buscando tumbas ocultas y escaleras bajo tierra, los sitios habituales para los seres sobrenaturales, según se deja ver en las lecturas cuidadosas y en las leyendas de la región.
El día anterior un guía lo había conducido hasta este remoto lugar. Y juntos habían explorado los alrededores sin éxito. Pero esa noche había tenido un sueño. ¿Y quién puede desatender los mensajes de los sueños?
El genio yacía débil en el interior de la caverna, y su voz apenas era audible, pero insistente. Pronunciaba un nombre al tiempo que señalaba con la mano. Y aunque él no podía escucharlo, sabía que lo estaba llamando con urgencia. Se levantó con prisa y, sin dar aviso a su acompañante, se encaminó a una especie de colina que se veía a la distancia. No entendía cómo no la había visto el día anterior.
Desde el cielo, el titilar de las estrellas parecía compartir su emoción. Y a medida que avanzaba su corazón palpitaba con mayor fuerza. Lo que parecían unas rocas, pronto mostraron ser una entrada a un pasaje bajo tierra.
La emoción lo abrumaba. Se sabía a un paso de lograr su anhelo. ¿Y si después de todo su esfuerzo resultaba que estaba equivocado? Pero no. Eso no podía ocurrir.
La losa se movió sin dificultad cuando él tiró de la argolla. Entró sin titubear. A un lado, en la pared, una antorcha iluminaba débilmente la escena. Casi no podía creer lo que veía, pero era indiscutible, lo había encontrado. Allí, al fondo, sobre un costal medio raído, reposaba el mítico ser de su sueño. Parecía que el efrit lo estaba esperando, pues se enderezó ligeramente al sentirlo y le sonrió. Luego, como si ya hubiera cumplido su propósito, entrecerró los ojos suavemente, sin pronunciar palabra, y falleció.
En ese momento, el resplandor que iluminó la cueva le permitió ver, en un rincón, en la dirección que había indicado el genio durante el sueño, la herrumbrosa lamparilla de cobre. 

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