La invitada de Simone
Tenía treinta años. Y para ella, eso significaba que era una mujer hecha y que ningún heroísmo, ningún acto absurdo podrían cambiar nada.
Llama la atención esa certidumbre de Francisca.
Nunca duda, ni se cuestiona. Con respecto a sí misma, a quién es, lo que piensa, siente, desea, incluso sus propios cambios emocionales, los acepta sin censura. Ha sido como es, y es como debe ser. Pierde terreno cuando sospecha que entre Pedro, a quién siempre ha visto "a través de sí misma" y Javiera, con quien intentan un trío, pudiera existir una complicidad solapada.
Le molesta advertir que su propia "complicidad" aparentemente abierta, indiscutible, su fortaleza y triunfo después de ocho años de pareja junto a Pedro, pueda ser relegada o pierda prioridad para él.
Fue ella, Francisca, quién deslumbrada por Javiera la involucra en su relación con Pedro, bajo el pretexto de apoyarla en su formación. ¿Ignora que el poder de seducción de Javiera radica en que ambos fingen que no existe esa atracción orgánica y tratan de encubrirla tras un pacto de amor civilizado?
Amor en libertad, se dicen; pero con horarios y plazos. Libres para no amarse, o amarse a intervalos, o a decirse que se aman porque se permiten amores contingentes sin reprochárselos.
Pero la invitada, la pequeña Javiera, la perla negra a quién ellos le atribuían una especie de perversidad, de necesidad de hacer el mal, hacerse daño y hacerse odiar, no sólo creó una fisura en el mundo de Francisca, sino que se convirtió en su "imagen criminal en carne y hueso".
De pronto, Francisca deja de ser para sí misma el centro de París, el corazón de su destino, y siente cómo se consuma el fracaso de su propia existencia. Nunca duda del amor de Pedro, a quién ahora ella le pone trampas, miente y oculta algunos pensamientos; él siempre está justificado. Ella es quién está fuera, sola, incorruptible. Manteniendo sus viejos valores por encima de sus celos.
Cada vez más atribuye a Javiera algunas actitudes que ahora descubre en Pedro y acepta los cambios calladamente, como si no pudiera ejercer sobre ellos ningún poder. Se va transformando por esos aparentes abandonos, provocados por la situación creada por ella misma y para la que no tiene valor de cambiar. Sabe que su unión tiene un sentido y un precio y que merece luchar por ella, pero no está a la altura de la lucha. A él nunca le pide que saque de la jugada a Javiera, y a ésta la mantiene inocente y al margen de lo que ella piensa. Todo el tiempo permite que la relación crezca y finge que le interesa y le da placer. Incluso sirve de mediadora en los cada vez más frecuentes pleitos entre ellos, aunque con éxitos muy fugaces: Javiera parece caprichosa, voluble, vengativa, orgullosa; en ella nunca triunfa la ultima impresión.
Finalmente, el odio, algo negro, amargo y poderoso, que todavía no conocía, florece sin impedimentos. Y por primera vez Francisca quiere lo que desea: anular una conciencia. La otra conciencia, la que le impide ser ella. Así que, por sobre la invitada, se escoge a sí misma.
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