-Señor de Artagnan -dijo el rey-. Saldréis ahora mismo por
la puertecilla de la escalera particular.
-E iréis a la rotonda
del bosque Rochin. ¿Conocéis el sitio?
-Me he batido allí dos veces, Majestad.
-¡Cómo! -exclamó el rey aturdido con aquella respuesta.
-Majestad, en tiempo de los edictos del señor cardenal de
Richelieu - repuso Artagnan con su calma ordinaria.
-Eso es diferente, señor. Iréis, pues, allá, y examinaréis
detenidamente el sitio. Allí ha sido herido un hombre; y encontraréis un
caballo muerto. Vendréis a decirme lo que pensáis de ese suceso.
-Excuso deciros que quiero saber vuestra opinión particular y no la de los otros.
-La tendréis dentro de una hora, Majestad.
-Os prohíbo terminantemente hablar con nadie.
-Excepto con el que me haya de proveer de una linterna -dijo
Artagnan.
-Se entiende
-contestó el rey, riendo de aquella libertad que sólo toleraba a su capitán de
mosqueteros.
Artagnan salió por la escalerilla.
-Ahora, que llamen a mi médico -añadió Luis.
Diez minutos después llegaba desolado el médico del rey.
-Señor -le dijo el rey-, vais a trasladaros con el señor de
Saint-Aignan adonde éste os conduzca y me daréis cuenta del estado del herido
que veréis en la casa adonde vais.
El médico obedeció sin replicar, como se principiaba ya en
aquella época a obedecer a Luis XIV, y salió delante de Saint-Aignan.
-Vos, Saint-Aignan, enviadme a Manicamp antes de que el
médico haya podido hablarle.
Saint-Aignan salió a su vez.
CÓMO DESEMPEÑÓ ARTAGNAN LA MISIÓN QUE EL REY LE CONFIARA
En tanto que el rey tomaba estas últimas disposiciones para
averiguar la verdad, Artagnan, sin perder un instante, corría a las
caballerizas, descolgaba la linterna, ensillaba por sí mismo el caballo y encaminábase
al sitio indicado por Su Majestad.
En cumplimiento de su promesa, no había visto ni encontrado
a nadie y, como hemos dicho, había llegado su escrúpulo hasta hacer, sin ayuda
de los mozos de cuadra y de los palafreneros, lo que tenía que hacer.
Nuestro hombre era de aquéllos que en los momentos difíciles
se jactan de redoblar su propio valor.
En cinco minutos de galope llegó al bosque, ató el caballo
al primer árbol que encontró y penetró a pie hasta el claro.
Principió entonces a recorrer a pie, y linterna en mano,
toda la superficie de la rotonda; fue, vino, midió, examinó y, después de media
hora de exploración, volvió a tomar en silencio su caballo y regresó
reflexionando y al paso a Fontainebleau.
Luis esperaba en su gabinete. Hallábase solo y trazaba
sobre un papel varios renglones que Artagnan vio al primer golpe que eran
desiguales y tenían muchos tachones. Dedujo, por lo tanto, que debían ser
versos.
Levantó Luis la cabeza y vio a Artagnan.
-¡Hola, señor! -le dijo-. ¿Me traéis noticias?
-Sí, Majestad.
-¿Qué habéis visto?
-Os diré lo probable, Majestad -contestó Artagnan.
-Es que lo que os pedí era lo cierto.
-Procuraré aproximarme a ello cuanto pueda: el tiempo era a
propósito para investigaciones de la clase de las que acabo de hacer; esta
noche ha llovido y los caminos se hallan húmedos.
-Al hecho, señor de Artagnan.
-Vuestra Majestad me dijo que había un caballo muerto en la
encrucijada del bosque Rochin y, de consiguiente, principié por examinar los
caminos. Digo los caminos, porque son cuatro los que conducen a la encrucijada.
El que seguí era el único que presentaba huellas recientes y vi que habían
pasado por él dos caballos, uno al lado del otro, porque las ocho patas estaban
claramente marcadas en el lodo. Uno de los jinetes llevaba más prisa que el
otro, pues las pisadas de su caballo llevan a las del otro una distancia de
medio cuerpo de caballo.
-Entonces, ¿estáis seguro de que son dos los que han ido?
-dijo el rey.
-Sí, Majestad; los caballos son dos excelentes animales, de
paso igual, acostumbrados a la maniobra, porque han vuelto en perfecta oblicua
la palizada de la rotonda.
-Allí han debido estar los jinetes un momento para arreglar
sin duda las condiciones del combate; los caballos se impacientaban. Uno de los
jinetes hablaba, el otro escuchaba, contentándose sólo con responder. Su
caballo piafaba, lo cual prueba que, absorto el jinete en escuchar, le tuvo
suelta la brida.
-Continuad, que sois buen observador.
-Uno de los jinetes quedóse en su sitio, el que escuchaba;
el otro atravesó el claro y fue a colocarse primero enfrente de su adversario.
Entonces, el que se quedó en el puesto atravesó a galope la rotonda hasta dos
tercios de su longitud, creyendo marchar contra su enemigo; pero éste había
seguido la circunferencia del bosque.
-Los nombres los ignoráis, ¿no es así?
-Enteramente, Majestad. Únicamente puedo afirmar que el que
siguió la circunferencia del espeso bosque montaba un caballo negro.
-Porqué se han quedado algunas crines de su cola entre los
espinos que guarnecen las orillas del foso.
-En cuanto al otro caballo, poco trabajo me costó tomar sus
señas, puesto que quedó muerto en el campo de batalla.
-¿Y cómo han muerto ese caballo?
-De un balazo que le atraviesa la cabeza.
-¿Y era esa bala de pistola o de escopeta?
-De pistola, Majestad. Por lo demás, la herida del caballo
me ha hecho saber la táctica del que lo mató. Éste había seguido la
circunferencia del bosque, a fin de tener a su adversario de costado. Además,
he seguido sus pisadas sobre la hierba.
-¿Las pisadas del caballo negro?
-Seguid, señor de Artagnan.
-Ya que conoce Vuestra Majestad la posición de los dos
adversarios, dejaré al jinete que se mantuvo estacionario para ocuparme del
que partió al galope:
-El caballo del jinete que daba la carga quedó muerto en el
acto.
-El jinete no tuvo tiempo de echar pie a tierra y cayó con
él. He visto la huella de su pierna, que hubo de sacar con bastante esfuerzo de
debajo del caballo. La espuela, oprimida con el peso del animal, hizo un surco
en la tierra.
-Bien. ¿Y qué hizo al incorporarse?
-Ir derecho a su adversario.
-¿Que continuaba colocado en la linde del bosque...?
-Sí, Majestad. Luego que llegó a distancia conveniente...
paróse sólidamente... Sus dos talones están marcados uno junto al otro. Disparó y erró el tiro.
-¿Y cómo sabéis que fue herido?
-Porque hallé el sombrero agujereado por una bala.
-¡Ah, una prueba! -exclamó el rey.
-Insuficiente; Majestad -repuso con frialdad Artagnan- es un
sombrero sin letras y sin armas: una pluma encarnada; como la de un sombrero
cualquiera; y ni aun el galón tiene nada de particular.
-¿Y el hombre del sombrero agujereado disparó un segundo
tiro?
-¡Oh, Majestad! Ya había disparado sus dos tiros.
-He encontrado los tacos de la pistola.
-Y la bala que no mató al animal, ¿a dónde fue a parar?
-Cortó la pluma del sombrero de la persona a quien iba
dirigida y fue a dar en un pequeño álamo blanco al otro lado del claro.
-Entonces, el hombre del animal negro quedó desarmado mientras que a su adversario le quedaba un tiro todavía…
-Majestad, en tanto que el jinete desmontado se levantaba, el
otro volvió a cargar su arma, sólo que debía hallarse muy turbado al hacer esta
operación, pues le temblaba la mano.
-La mitad de la carga cayó al suelo y el que cargaba tiró
la baqueta para no perder tiempo en volverla a poner en su sitio.
-¡Señor de Artagnan, es maravilloso cuanto me estáis
diciendo!
-No es más que efecto de la observación; cualquier
explorador habría hecho lo propio.
-Se ve la escena sólo con oíros.
-La he reconstruido en mi espíritu con muy cortas
variaciones.
-Ahora, volvamos al jinete desmontado: ¿Decíais que marchaba
contra su enemigo, mientras que éste volvía a cargar su pistola?
-Sí, pero en el momento mismo que estaba apuntando, disparó
el otro.
-¡Oh! -murmuró el rey-. ¿Y el tiro?
-El tiro hizo un estrago terrible, señor: el caballero
desmontado cayó boca abajo después de haber dado tres pasos mal seguros.
-¿En qué parte fue herido?
-En dos partes: primero en la mano derecha y luego, del
mismo tiro, en el pecho.
-¿Pero cómo podéis adivinar eso? -preguntó asombrado el rey.
-¡Oh! Muy sencillamente: la culata de la pistola estaba
ensangrentada, y se veía en ella la señal de la bala con los fragmentos de una
sortija rota. Por tanto, al herido le han de haber cercenado, según toda
probabilidad, el dedo anular y el pequeño.
-En cuanto a la mano lo comprendo: pero, ¿y el pecho?
-Majestad, había dos manchas de sangre a distancia de dos
pies y medio una de otra. En una de las manchas estaba arrancada la hierba por
la mano crispada y en la otra sólo se hallaba la hierba aplastada por el peso
del cuerpo.
-¡Pobre De Guiche! -exclamó el rey.
-¡Ah! ¿Era el señor De Guiche? -dijo tranquilamente el
mosquetero-. Ya me lo había sospechado yo, mas no me atrevía a decírselo a
Vuestra Majestad.
-¿Y por qué lo habéis sospechado?
-Porque reconocí las armas de los Grammont en las pistoleras
del animal muerto.
-¿Y creéis que la herida haya sido de gravedad?
-De mucha, puesto que cayó casi en el mismo sitio; no
obstante, ha podido retirarse andando sostenido por dos amigos.
-¿Según eso le habéis hallado al volver?
-No; pero he observado las pisadas de tres hombres; el
hombre de la derecha y el de la izquierda caminaban fácilmente; pero el de en medio
tenía el paso pesado y además iba dejando un rastro de sangre.
-Ya que habéis visto el combate en términos de no habérseos
escapado ninguna circunstancia, decidme dos palabras del adversario de De Guiche.
-¡Ah! Majestad, no le conozco.
-¿Vos, que habéis mostrado tan maravillosa perspicacia?
-Sí, Majestad -dijo Artagnan-; todo lo he visto, pero no
digo todo lo que veo; y puesto que el pobre diablo ha conseguido escapar,
permítame Vuestra Majestad decirle que no seré yo quien lo denuncie.
-Sin embargo, caballero, el que se bate en duelo es un
culpable.
-No para mí, Majestad -dijo fríamente Artagnan.
-¡Señor! -gritó el rey-. ¿Sabéis lo que estáis diciendo?
-Perfectamente, Majestad. ¡Pero qué quiere Vuestra Majestad!
Para mí, un hombre que se bate bien es un valiente. Ésa es mi opinión. Vos
podéis tener otra; es natural, pues sois el amo.
-Señor de Artagnan, he ordenado, sin embargo...
Artagnan interrumpió al rey con un ademán respetuoso.
-Me habéis ordenado ir a tomar informes sobre un combate,
señor, y os los he traído. Si me mandáis que prenda al adversario del señor De
Guiche, obedeceré; mas no me mandéis que le denuncie, porque entonces me veré
en la precisión de no obedeceros.
Luis hirió el suelo con el pie. Luego, después de un momento
de reflexión:
-Tenéis diez... veinte... cien veces razón -dijo.
-Tal creo, Majestad; y me alegro en el alma que sea ésa
también vuestra opinión.
-Una palabra tan sólo... ¿Quién ha prestado auxilio a De Guiche?
-Me habéis hablado de dos hombres; de consiguiente, habría
testigos.
-No ha habido testigo ninguno... Hay más aún, pues así que
cayó el señor De Guiche, su adversario huyó sin darle siquiera auxilio.
-¡Toma! Ése es el efecto de vuestras ordenanzas. El hombre
que se ha batido bien y logra escapar de una muerte hará cuanto sea posible
por librarse de otra: Está muy presente el ejemplo del señor de Boutteville...
-¡Caray! Y entonces se convierte en cobarde.
-No; se convierte en prudente.
-Sí; y tan aprisa como le pudo llevar su caballo.
-Luego, como he tenido el honor de decir a Vuestra Majestad,
llegaron dos hombres a pie, los cuales lleváronse al señor De Guiche.
-¿Qué prueba tenéis de que esos hombres hayan llegado
después del combate?
-¡Ah! Una prueba manifiesta: en el momento del combate
acababa de cesar la lluvia y el terreno, que no había tenido tiempo de
absorberla, estaba bastante húmedo. Las huellas de los pies son profundas. Pero
terminado el combate, durante el tiempo que permaneció desmayado el señor De
Guiche, la tierra se endureció y las huellas habían de ser menos profundas.
Luis dio una palmada en señal de admiración.
-Señor de Artagnan -dijo-, sois en verdad el hombre más
hábil de mi reino.
-Eso mismo pensaba el señor de Richelieu y lo decía también
el señor Mazarino, Majestad.
-Ahora nos falta ver si vuestra sagacidad se ha engañado.
-¡Oh, Majestad! El hombre se engaña: ¡errare humanum est!
-dijo filosóficamente el mosquetero.
-Entonces no pertenecéis a la humanidad, señor de Artagnan,
porque creo que jamás os engañáis.
-¿Vuestra Majestad decía que lo veríamos? ¿Y
cómo?
-He mandado llamar al señor de Manicamp y no tardará en
llegar.
-¿Y sabe el señor de Manicamp el secreto?
-De Guiche no tiene secretos para el señor de Manicamp.
Artagnan movió la cabeza.
-Repito que nadie
asistió al combate y a menos que el señor de Manicamp sea alguno de los
hombres que le trajeron...
-Silencio -ordenó el rey-, que ahí viene: quedaos ahí, y
prestad oído.
-Muy bien, Majestad -dijo el mosquetero.
Casi al mismo tiempo vieron a Manicamp y a Saint-Aignan en el umbral de la puerta.
Tomado de EL VIZCONDE DE
BRAGELONNE de Alejandro Dumas.