domingo, 10 de febrero de 2019

Pepa, Pepita, Güelis



Josefa, Pepa, Pepita, la Güera, Güelis...

Cuando la Revolución llegó a Monterrey ella apenas tenía siete años. Y aunque le hubiesen explicado no hubiera entendido. Pero el miedo y el peligro, ésos no los olvidaría facilmente.

“Estábamos encerradas en el patio de atrás de la casa. No debíamos hablar. Yo tenía mucho miedo. A veces se oían gritos, disparos y relinchos de caballos. Me acuerdo que me acurrucaba para sentir el calorcito de la mula blanca que papá escondía allí, con nosotras, porque ya le habían quitado los otros animales. ¡Y el alboroto que se hizo la noche en que llegó el sobrino de tío Damián! Se lo llevaron a escondidas a un lugar seguro. Todo era secreteos cuando Joaquín debía salir para llevarle la comida...”

Después de esa etapa las cosas fueron mejor. Y la Güera, como le decían de cariño, vio llegar la primavera con sonrisa enamorada. Lista para atender el llamado de la puerta por si “Jesús” venía a buscar al tocayo. Y aunque breve, el saludo bastaba para iluminar el día. Pues las miradas aprendieron a entenderse y hablaban cifradas. Pepita dio por tocar al piano en el salón que daba a la calle. Una pieza infantil repetida hasta el cansancio era la contraseña que garantizaba que su hermano, el tocayo, no se encontraba en casa y ellos tendrían unos minutos para conversar en la entrada.

Su habilidad con el piano provocó que Jesús la retara: “Si aprende esta melodía sabré que está de acuerdo en que hable con su padre para desposarnos” y le entregó “el jazmín” y la partitura.

“Y luego luego me la aprendí. Sería tonta si no me hubiera dado prisa...” -comentaba entre risas.

-Cuéntanos, Güelis, de abuelito Chuy, -le decíamos. Pues el abuelo era como una fantasía. Murió a los diez años de matrimonio y la dejó con seis hijos. Tía Berta de apenas cuatro meses.

Entonces ella volteaba a ver la fotografía que tenía en su recámara y hablaba de lo guapo y alegre que era y de lo mucho que le gustaba la música y cantar. Y sonreía como quien recuerda alguna complicidad.

“Tenía catorce años tu abuelito, todavía usaba pantalones cortos y ya trabajaba de telegrafista en el ferrocarril, en una estación, Paredón, a la que iba todos los días desde Monterrey. Un día llegó la alarma de que venían los revolucionarios y todos huyeron. Él no, pues “el telegrafista nunca debe abandonar su puesto”. Y se sentó en la banqueta a esperar lo que viniera. Cuando el comandante de la tropa villista llegó, lo vio allí -chamaco de a tiro- y le dijo: ¿Te dejaron solo? Y él respondió: . Luego le preguntó: ¿Dónde está el telegrafista? Tu abuelito dijo: Nomás estoy yo. Las tropas pasaron de largo y él siguió al pendiente del telégrafo. Regresó a casa en el tren de la tarde.”

Otras historias nos hacían ver a “Jesús” como ella le decía, como un hombre trabajador y preocupado por otros. En pocos años escaló los diferentes puestos de ferrocarriles e incluso fue tesorero y secretario de Previsión Obrera. Pero no importaba cuál fuese la historia, Pepita al final comentaba: El día que me muera me entierran con el jazmín que me dio Jesús. Y, si teníamos suerte, abría el ropero y nos lo mostraba, apenas un atisbo desde nuestras miradas ávidas hasta sus manos luminosas.

Pero Güelis no nos contaba de los años que pasó sin Jesús. De la madrugada aquélla en que él se quejó de un dolor en el pecho y ella fue hasta la cocina por el té que ya no tomaría. De cómo hizo a los treinta y cuatro años para criar seis hijos y pagar la hipoteca de la casa en una época en que la mujer no era igual a los hombres.

Cuando quiso trabajar en lo que estaba titulada, de secretaria, no consiguió empleo: porque tienes hijos. El único apoyo de momento eran sus padres. ¿Cuánto tardarían en seguir el mismo camino que Jesús? seguramente se preguntaría. Y buscó opciones. Así que regresó a su casa, que había rentado, decidida a enfrentar el tabú y dar asistencia a estudiantes. ¿Una mujer sola iba a tener en su casa a siete u ocho hombres aunque fuesen casi niños y estudiantes? Pero su temperamento decidido y enérgico la mantuvo firme. Y la casa, soñada para cobijar las risas de la familia, fue el escenario de la lucha que sostendría Pepita, de la madrugada al anochecer, para cumplir su propósito.

Los años pasaron. No faltó el viudo que intentara requerirla de amores. Si no me casé antes que los niños estaban chicos, ahora menos -reía. Y nos hablaba del abuelo y del jazmín y de cómo algún día ambos estarían juntos.

Ya casi a los setenta años hizo realidad otro sueño: Conocer los Lugares Santos. Estuvo en Jerusalén y en Roma, y recibió la bendición del Papa. Porque Doña Pepita era de misa diaria y de recoger limosnas, casa por casa, para ayudar a la iglesia. Y no perdonaba a los nietos: de cuando en cuando nos llamaba solicitando la cuota para San José o Cristo Rey, “a ver si así vienen a verme” agregaba. Y claro, allá íbamos. Para encontrarla entre sus flores y su jardín. Con las banquetas limpias y los pisos brillantes. Y en la sala el piano, que no volvió a tocar, pero que siempre conservó afinado, como el amor que profesó al abuelo.

Cuando Pepita murió, todos los nietos estuvimos allí: Esa vez fuimos nosotros quienes abrimos el ropero y nos cercioramos de que el jazmín (reliquia atesorada por casi sesenta años) reposara entre sus manos para que ella cumpliera la promesa que hizo a su único amor.

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