Pepa, Pepita, Güelis
Josefa, Pepa, Pepita, la Güera, Güelis...
Cuando la Revolución
llegó a Monterrey ella apenas tenía siete años. Y aunque le
hubiesen explicado no hubiera entendido. Pero el miedo y el peligro,
ésos no los olvidaría facilmente.
“Estábamos encerradas
en el patio de atrás de la casa. No debíamos hablar. Yo tenía
mucho miedo. A veces se oían gritos, disparos y relinchos de
caballos. Me acuerdo que me acurrucaba para sentir el calorcito de la
mula blanca que papá escondía allí, con nosotras,
porque ya le habían quitado los otros animales. ¡Y el alboroto que
se hizo la noche en que llegó el sobrino de tío Damián! Se lo
llevaron a escondidas a un lugar seguro. Todo era secreteos cuando
Joaquín debía salir para llevarle la comida...”
Después de esa etapa las
cosas fueron mejor. Y la Güera, como le decían de cariño, vio
llegar la primavera con sonrisa enamorada. Lista para atender el
llamado de la puerta por si “Jesús” venía a buscar al tocayo. Y
aunque breve, el saludo bastaba para iluminar el día. Pues las
miradas aprendieron a entenderse y hablaban cifradas. Pepita dio por
tocar al piano en el salón que daba a la calle. Una pieza infantil
repetida hasta el cansancio era la contraseña que garantizaba que su
hermano, el tocayo, no se encontraba en casa y ellos tendrían unos
minutos para conversar en la entrada.
Su habilidad con el piano
provocó que Jesús la retara: “Si aprende esta melodía sabré
que está de acuerdo en que hable con su padre para desposarnos”
y le entregó “el jazmín” y la partitura.
“Y luego luego me la
aprendí. Sería tonta si no me hubiera dado prisa...” -comentaba entre risas.
-Cuéntanos, Güelis, de
abuelito Chuy, -le decíamos. Pues el abuelo era como una fantasía.
Murió a los diez años de matrimonio y la dejó con seis hijos. Tía
Berta de apenas cuatro meses.
Entonces ella volteaba a ver la fotografía que tenía en su recámara y hablaba de
lo guapo y alegre que era y de lo mucho que le gustaba la música y
cantar. Y sonreía como quien recuerda alguna complicidad.
“Tenía catorce años
tu abuelito, todavía usaba pantalones cortos y ya trabajaba de
telegrafista en el ferrocarril, en una estación, Paredón, a la que iba todos
los días desde Monterrey. Un día llegó la alarma de que venían
los revolucionarios y todos huyeron. Él no, pues “el
telegrafista nunca debe abandonar su puesto”. Y se sentó en la
banqueta a esperar lo que viniera. Cuando el comandante de la tropa villista llegó, lo vio allí -chamaco de a tiro- y le dijo: ¿Te
dejaron solo? Y él respondió: Sí. Luego le preguntó:
¿Dónde está el telegrafista? Tu abuelito dijo: Nomás estoy yo. Las tropas pasaron de largo y él siguió al
pendiente del telégrafo. Regresó a casa en el tren de la tarde.”
Otras historias nos
hacían ver a “Jesús” como ella le decía, como un hombre
trabajador y preocupado por otros. En pocos años escaló los
diferentes puestos de ferrocarriles e incluso fue tesorero y
secretario de Previsión Obrera. Pero no importaba cuál fuese la
historia, Pepita al final comentaba: El día que me muera me
entierran con el jazmín que me dio Jesús. Y, si teníamos
suerte, abría el ropero y nos lo mostraba, apenas un atisbo desde
nuestras miradas ávidas hasta sus manos luminosas.
Pero Güelis no nos
contaba de los años que pasó sin Jesús. De la madrugada aquélla
en que él se quejó de un dolor en el pecho y ella fue hasta la
cocina por el té que ya no tomaría. De cómo hizo a los treinta y
cuatro años para criar seis hijos y pagar la hipoteca de la casa en
una época en que la mujer no era igual a los hombres.
Cuando quiso trabajar en
lo que estaba titulada, de secretaria, no consiguió empleo: porque
tienes hijos. El único apoyo de momento eran sus padres. ¿Cuánto
tardarían en seguir el mismo camino que Jesús? seguramente se
preguntaría. Y buscó opciones. Así que regresó a su casa, que
había rentado, decidida a enfrentar el tabú y dar asistencia a
estudiantes. ¿Una mujer sola iba a tener en su casa a siete u ocho
hombres aunque fuesen casi niños y estudiantes? Pero su temperamento
decidido y enérgico la mantuvo firme. Y la casa, soñada para
cobijar las risas de la familia, fue el escenario de la lucha que
sostendría Pepita, de la madrugada al anochecer, para cumplir su
propósito.
Los años pasaron. No
faltó el viudo que intentara requerirla de amores. Si no me casé
antes que los niños estaban chicos, ahora menos -reía. Y nos
hablaba del abuelo y del jazmín y de cómo algún día ambos
estarían juntos.
Ya casi a los setenta
años hizo realidad otro sueño: Conocer los Lugares Santos.
Estuvo en Jerusalén y en Roma, y recibió la bendición del Papa.
Porque Doña Pepita era de misa diaria y de recoger limosnas, casa
por casa, para ayudar a la iglesia. Y no perdonaba a los nietos: de cuando en cuando nos llamaba solicitando la cuota para San José o Cristo
Rey, “a ver si así vienen a verme” agregaba. Y claro,
allá íbamos. Para encontrarla entre sus flores y su jardín. Con
las banquetas limpias y los pisos brillantes. Y en la sala el piano,
que no volvió a tocar, pero que siempre conservó afinado, como el
amor que profesó al abuelo.
Cuando Pepita murió,
todos los nietos estuvimos allí: Esa vez fuimos nosotros quienes
abrimos el ropero y nos cercioramos de que el jazmín (reliquia
atesorada por casi sesenta años) reposara entre sus manos para que
ella cumpliera la promesa que hizo a su único amor.
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