miércoles, 20 de agosto de 2014

Un jardín delirante...

Cerró los ojos y esperó, confiando en que al abrirlos todo empezaría de nuevo.
Los pensamientos fueron abandonando su mente, como la neblina al amanecer. Poco a poco los sentidos dejaron de mandar señales; lo único que percibía era su cuerpo recostado en el sofá. Después, ni eso. 
Atrás, atrás en el tiempo, ¿pero cuánto?

Abrió los ojos.
-Así que esto es así –se dijo, más bien pensó, sin sorpresa.
¿Cuánto le duraría la conciencia del pasado? ¿Debía sumergirse en ella e intentar retenerla o simplemente abandonar?
Por la ventana podía ver la barda de la casa de enfrente: ladrillo y crema. Rejas negras. Y las elisas, los geranios, los rosales… Un jardín delirante ¡el de la abuela!
Había sido… ¿cuándo? Lo recordaba bien. Cuando el amor y las estrellas eran la guía absoluta. ¿Cómo oír otra cosa? ¿Cómo no seguirlas? Y, sin embargo, allí el camino también tuvo su encrucijada engañosa. De ahí la necesidad de retomar el punto. Volver al inicio de la risa y transitar la disyuntiva desdeñada.
Abuela me miró. 
-¿Por qué me miras así? -La interrogué ahora, atrevida.
-Eres un poco yo, y no lo sabes aún –me dijo. 
Y su mano me entregó una rosa.
¡Como ella!
Todo el tiempo caminando en círculos para acercársele y allí había estado, la flor, la sonrisa, la aceptación.
-¿Por qué no lo dijiste entonces? –le reclamé. –Pasé de largo y ya no hay estrellas en mi vida… Mírame, abuela, si desde donde estás puedes hacerlo: el viento me oxidó los huesos. Me dejó sin fuerzas. Sola.
-Ya no recuerdo tu mirada cuando te hice el reproche, ¿en verdad te reproché algo, me atreví, la segunda vez? ¿Acaso hubo una segunda vez y fue distinta a la primera?
-Dime. Responde.

Las elisas, los geranios, las rosas, cantaban su esperanza junto a la reja. Era abuela también la mujer que cuidaba el jardín de la casa vecina.
Abrió los ojos.
Hace mucho que no la visito –pensó. –Debo ir a verla.
-Abuela, –la encontró como la última vez, atendiendo sus flores. –Aquí estás.
Ella sonrió, sus ojos grises, pequeñitos, dulces... Le ofreció una rosa. 

jueves, 14 de agosto de 2014

¿Una habitación propia, o un cuarto propio para Virginia Woolf?

¿Una habitación propia, o un cuarto propio para Virginia Woolf?
¿Cómo valorar una traducción? No lo sé. Y hasta ahora ni siquiera me lo hubiera cuestionado a no ser porque recientemente me encontré con un texto de Virginia Woolf: A room of one´s own y con dos de sus traducciones al español: Una, de editorial Colofón S.A. de C.V., 2009, a cargo de Jorge Luis Borges hacia 1935, y la otra de Ed. Seix Barral, 2008 realizada por Laura Pujol en 1967.
No voy a hablar de cuál es a mi juicio la mejor traducción. En este momento no me he decidido. He disfrutado la lectura de ambas. Sorprendentes. 
Primero conocí la de Borges y, simplemente, me encantó. Su tono, su voz, su lenguaje construido con tanta belleza y formalidad... Después leí la de Pujol, y me pareció más cercana a mi contexto, no menos grandiosa, no, sino fresca, ágil, quizá más íntima... Después de ambas lecturas me surgió la interrogante inevitable ¿Cuál es Virginia Woolf?
Empezando con el título, ya vemos diferencias: el escritor (hombre) traduce: Cuarto propio, en género masculino. La traductora (mujer) prefiere: Habitación propia, en femenino. ¿Es casualidad? ¿Cuestión de gustos? ¿bagaje cultural?
Por otra parte ¿Qué hubiera preferido Virginia Woolf para el título de su obra en español: ¿Una habitación propia, o Un cuarto propio? ¿O la propuesta por Gambolini en 1994 de La habitación propia?
Y ya aquí hay al menos dos cuestiones para reflexionar: habitación y cuarto ¿significan lo mismo para Pujol, Borges y Woolf? Me inclino a pensar que no. El otro punto, que no me atrevo a asegurar, es si el género, femenino-masculino, de los correspondientes sintagmas estuvo presente en la selección del título en forma consciente, no al menos en Jorge Luis. 
Me ilusiona creer que Laura sí jugó con la opción, motivada por su sensibilidad femenina. Al tema "necesidad de espacio personal, vida propia e independiente, para que las mujeres podamos escribir", sintetizado por Virginia en A room of one´s own, (en tono neutro)  Laura lo sustantivó y adjetivó en género femenino con toda intención. ¿O simplemente quería diferenciar su traducción de la de Borges empezando desde el título?
Hay otros aspectos destacables al comparar ambas traducciones, uno de ellos es la época en que cada quién elaboró su texto ¿quién está más cerca de comprenderla? ¿Borges, que elabora su traducción a seis años de ser escrita o Pujol que lo haría casi treinta y ocho años después? Otro factor, la prioridad que cada traductor da al acomodo de sintagmas independientemente de lo que Woolf haya escrito. ¿Diferencias en la estructura lingüística entre inglés y español o preferencias personales? Veamos un caso: 
JLB: La máquina humana siendo lo que es, cerebro, cuerpo y corazón todos entreverados...
LP: La constitución humana siendo lo que es, *corazón, cuerpo y cerebro mezclados...  
*En el original... The human frame being what it is, heart, body and brain all mixed together
A continuación transcribo el mismo fragmento en traducción de Jorge Luis Borges, primero, y de Laura Pujol, después, ya que en ese orden los conocí. Forma parte del Capítulo I, y es posterior a la cena en Fernham, justo en el momento en que la narradora conversa con Mary Seton en su salita. Me gusta cómo describe los tópicos de conversación cuando no se ha visto por un tiempo a una persona.
Traducción de Jorge Luis Borges
Y era propio en un huésped, un forastero (porque yo en Fernham gozaba de tan poco derecho como en Trinity, Somerville, Girton, Newnham o Christchurch) opinar: «La comida no ha sido buena» o preguntar (ahora estábamos, Mary Seton y yo, en su salita): «¿No podíamos haber comido aquí las dos solas?», porque si yo hubiera dicho algo así, hubiera estado  entrometiéndome en la economía secreta de una casa, que presenta a los forasteros una fachada de alegría y valor.
No, imposible decir nada. Por un momento la conversación se detuvo. La máquina humana siendo lo que es, cerebro, cuerpo y corazón todos entreverados, y no recluidos en compartimentos aislados como sin duda lo estarán en otro millón de años, una buena comida es muy importante para una buena conversación. Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si uno ha comido mal. La lámpara en la médula no se enciende con carne hervida y ciruelas. Todos tal vez iremos al cielo, y quizá Vandyck nos está esperando en la esquina: tal es el vacilante y problemático estado de alma que las ciruelas y la carne hervida engendran al cabo de la jornada. Felizmente mi amiga, que era profesora de química, guardaba en un aparador una botella chata y unos vasitos —(pero faltaba la perdiz y el lenguado)— de modo que pudimos acercarnos al fuego y corregir alguna deficiencia del vivir de aquel día. En un minuto o dos, nos estábamos deslizando por aquellos motivos de interés que nacen de la ausencia de una persona determinada y requieren más tarde una discusión —como alguien se ha casado, otro no; uno piensa tal cosa, otro aquello; uno está desconocido de bueno, otro echado a perder— con todas aquellas especulaciones sobre la naturaleza humana y el carácter del asombroso mundo en que surgen naturalmente de tales principios. Mientras decíamos esas cosas, percibí con alguna vergüenza una corriente que se imponía sola y que todo lo dirigía a su propio fin. Daba lo mismo hablar de España o Portugal, de caballos de carrera o de libros, porque el interés verdadero no era ninguna de estas cosas, sino una escena de albañiles en un techo alto, hace quinientos años. Reyes y nobles traían tesoros en grandes bolsas y las vaciaban bajo tierra. Esta escena se animaba y volvía a animarse en mi mente y a colocarse junto a otra de vacas flacas y un mercado barroso, y verduras marchitas, y áridos corazones de viejos, esos dos cuadros, diversos, descosidos y disparatados como eran, estaban enfrentándose siempre y sustituyéndose y me tenían del todo a su merced. Lo mejor para no deformar todo el diálogo era exponer al aire lo que yo tenía en la mente y dejar que se borrara y se deshiciera como la cabeza del rey muerto cuando abrieron el féretro en Windsor. En pocas palabras, le hablé a Miss Seton lo de los albañiles que habían estado todos esos años en el techo de la capilla, y de los reyes y reinas y nobles cargando bolsas de oro y de plata que vaciaban bajo la tierra; y cómo después los magnates financieros de nuestro tiempo, fueron llegando y depositando cheques y acciones, imagino, donde los otros habían depositado lingotes y toscas masas de oro. Todo eso, dije, yace debajo de esos colegios, ¿pero qué yacerá bajo este colegio en que estamos, bajo el vistoso ladrillo rojo y el pasto descuidado del jardín? ¿Qué fuerza había detrás de esa porcelana lisa en la que comimos, y (esto me salió de la boca sin que lo pudiera atajar) detrás de la carne hervida, la crema y las ciruelas?
Traducción de Laura Pujol
¿Correspondía a un huésped, a una extraña (pues no tenía más derecho de estar allí en Fernham que en Trinity, Somerville, Girton, Newnham o Christchurch) decir: «La cena no era buena» o decir (nos hallábamos ahora, Mary Seton y yo, en su salita): «¿No hubiéramos podido cenar aquí a solas?» Decir algo así hubiera sido fisgonear y tratar de enterarse de las economías secretas de aquella casa, que ante un extraño presenta una cara tan agradable de buen humor y coraje. No, no se podía decir nada por el estilo. Y la conversación, por un momento, languideció. La constitución humana siendo lo que es, corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y no contenidos en compartimentos separados como sin duda será el caso dentro de otro millón de años, una buena cena es muy importante para una buena charla. No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha cenado bien. La lámpara de la espina dorsal no se enciende con carne de vaca y ciruelas pasas. Todos iremos probablemente al Cielo y Van Dyck se halla, confiamos, entre nosotros, esperándonos a la vuelta de la esquina. Éste es el estado de ánimo dudoso y crítico que la carne de vaca y las ciruelas pasas, tras un día de trabajo, engendran juntas. Felizmente, mi amiga, que era profesora de ciencias, guardaba en un armario una botella rechoncha y unos vasitos —(pero hubiéramos tenido que empezar con lenguado y perdices)— de modo que pudimos acercarnos al fuego y reparar algunos de los daños del día. Al cabo de un minuto más o menos, nos deslizábamos fácilmente por entre todos estos objetos de curiosidad e interés que se forman en la mente durante la ausencia de una persona determinada y que se discuten naturalmente al volverla a ver: que si fulano se ha casado, zutano no; fulano piensa esto, mengano lo otro; el uno ha mejorado increíblemente, el otro, por extraordinario que parezca, se ha echado a perder. Y pasamos luego a estas especulaciones sobre la naturaleza humana y el carácter del mundo sorprendente en que vivimos que son la consecuencia natural de estos comienzos. Mientras decíamos estas cosas, sin embargo, fui dándome cuenta tímidamente de que una corriente surgida por su propia voluntad iba arrastrando la conversación hacia un fin determinado. Por más que habláramos de España o Portugal, de un libro o una carrera de caballos, el interés real de la conversación no era ninguna de estas cosas, sino una escena de albañiles que transcurría en un tejado alto unos cinco siglos atrás. Reyes y nobles traían tesoros en enormes sacos y los vaciaban en la tierra. Una y otra vez esta escena cobraba vida en mi mente y se colocaba junto a otra en que figuraban unas vacas delgadas y un mercado fangoso, y verduras pasadas, y corazones fibrosos de ancianos. Estas dos imágenes, aunque descoyuntadas, sin conexión y absurdas, no cesaban de encontrarse y de combatirse y me tenían por completo a su merced. Lo mejor, para que no se deformara toda la conversación, era exponer al aire lo que tenía en la mente y con un poco de suerte se marchitaría y se convertiría en polvo como la cabeza del difunto rey cuando habían abierto su ataúd en Windsor. Brevemente, pues, le hablé a Miss Seton de los albañiles que habían estado trabajando todos aquellos años en el tejado de la capilla y de los reyes, reinas y nobles cargados de oro y plata que echaban a paladas en la tierra; y le conté que más tarde habían venido los grandes magnates de nuestro tiempo y habían enterrado cheques y obligaciones donde los otros habían enterrado lingotes y toscos pedazos de oro. Todo esto se halla enterrado debajo de los colegios de la otra parte de la ciudad, dije, pero debajo del colegio en que nos encontramos ahora, ¿qué hay debajo de sus valientes ladrillos rojos y de la hierba sin cuidar de sus jardines? ¿Qué fuerza se esconde tras la vajilla sencilla en que hemos cenado y (esto se me escapó antes de que pudiera impedirlo) tras la carne de vaca, el flan y las ciruelas pasas?
 Por supuesto es mejor leer un texto en su idioma original pero, a desconocimiento del mismo, no nos queda más recurso que confiar en que las editoriales saben lo que hacen y disfrutar el esfuerzo honesto de quienes nos acercan a las obras a las que no tendríamos acceso si no fuera por sus traducciones. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

Los enredos de Sor Juana son más laberinto...

Los enredos de Sor Juana son más laberinto...
¿Quién fue esta destacada mujer que vivió y murió en la segunda mitad del siglo XVII?
Para los mexicanos es, o pretendemos que sea, una figura destacada. Brilla en el panteón de los personajes ilustres y desde mediados del siglo XX es un referente clave en los estudios de su época o de género, tanto por su condición femenina como por su pensamiento lúcido. 
La conocemos como Sor Juana Inés de la Cruz. Sabemos que profesó como monja jerónima en 1669, que fue escritora brillante: la única poetisa americana, y que murió el 17 de abril de 1695 a las 4 de la mañana, en la ciudad de México, (Reino de la Nueva España), a la edad de... 
¡Y aquí empieza uno de los enredos! ¿En qué año nació Juana? 
Si tomamos el dato a la inversa, es decir, la edad que tenía al fallecer: 44 años, 5 meses, 5 días, y 5 hrs, (según registraron las religiosas de su congregación), entonces debió nacer en 12 de noviembre de 1650 (y no en 1651 como su primer biógrafo creyó). ¿O nació en noviembre de 1648 y fue bautizada "hija de la Yglesia", con el nombre de Inés? ¿Quién tiene razón? ¿Tenía 43, ó 44 ó 46 años al morir? 
La explicación para esta incertidumbre en cuanto a la fecha de nacimiento, según los estudiosos, va de la mano con el nombre y apellidos de Sor Juana. O más bien con la condición de su nacimiento. ¿Fue hija legítima?
Dado que en aquella época los usos y costumbres eran muy diferentes a los actuales, es factible creer que, al momento de profesar como religiosa, Juana ocultara o falseara información sobre su registro de bautizo, del cuál no se ha encontrado evidencia incuestionable, y sobre sus padres: Isabel Ramírez de Santillana, casada o no, con Pedro Manuel de Asuaje (recordar que por entonces la "u" y la "v" se escribían indistintamente).
Si apoyamos la creencia general de que Isabel Ramírez y Pedro de Asbaje no estaban casados, debemos entonces rechazar el testimonio jurado y firmado en 1669 por la joven profesa , así como su testamento, en los cuales reconoce su nombre en el siglo: "doña Juana Ramírez de Asuaje" y  afirma ser "Hija lexítima de don Pedro de asuaje y vargas, difunto". Información que valida su madre Isabel, al donarle una esclava en esa misma fecha; pero que contradice en un testamento de fecha posterior (1687) al declararse "mujer de estado soltera" y llamar "naturales" a todos sus hijos.
¡Mintió Juana!
¿Mintió? ¿No se llamaba Jvana, sino Ynés? ¿al momento de profesar no tenía 17, sino 20 años? ¿no era hija legítima, sino natural o de la Yglesia...?
Pero claro que aquí no acaban todos los enredos de nuestra querida "soror". Aunque algunos sean de menor importancia y se den como resueltos: nació en San Miguel de Nepantla y no en Amecameca como podría deducirse por uno de sus versos "soy de Meca"; su padre fue español y su madre criolla; pasó algunos años de su niñez en la Hacienda de Panoayan; vivió en México en casa de su tía materna y de allí pasó a la corte de la virreina, de donde saldría para entrar al convento: primero al de las Carmelitas Descalzas y finalmente al de las Jerónimas, donde estaría enclaustrada hasta su fallecimiento, veintisiete años después, con el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz y donde escribiría la mayoría de su obra.
Indiscutibles son sus ansias de saber en las diversas disciplinas del conocimiento y su extraordinaria capacidad para hacer versos. Su obra, profana y religiosa, fue editada en España y leída en todo el mundo, ¡en su tiempo!, algo dificilísimo para cualquiera estuviera o no en un convento. Se la conoció como "Décima Musa", la "única poetisa americana", "Fénix de México". Y no sin razón, era una mujer muy culta, equiparable en ingenio, conocimientos, habilidad y recursos literarios a los grandes representantes del barroco español: Góngora, Quevedo, Calderón de la Barca y otros.
Exploró todos los géneros literarios. Escribió sonetos, romances, décimas, redondillas, villancicos, liras..., además de piezas teatrales y prosa.
Pero los enredos que Sor Juana no provocó intencionalmente, si es que los anteriores sí lo fueron, tienen que ver con las revisiones y lecturas que hacen de ella y de su obra las generaciones actuales. Y estos sí son más laberinto... Porque pretenden ir más allá de lo que sor Juana escribió... ¿Qué quiso decir cuando dijo "..."? Y las lagunas históricas y los vacíos documentales son tantos...
¿Por qué Juana profesó como religiosa? ¿amó sin posibilidad de ser correspondida? ¿Debemos aceptar literalmente todo lo que dice en la "Respuesta a sor Filotea de la Cruz" sobre sí misma, su vocación y motivos para profesar, escribir, dejar de escribir, y sobre su propia valoración de sus obras? ¿O debemos leer entre líneas y, más aún, leer en sus silencios? ¿Fue precursora del nacionalismo y del feminismo? ¿Hay algo más que admiración y cariño en su amistad con las virreinas? ¿O intentaba, además de cumplir con las costumbres de la época, conservar sus privilegios dentro del claustro? ¿Escribió siempre por mandato? ¿La traicionaron cuando le pidieron escribir y le publicaron la "Crisis del Sermón" (Carta Atenagórica) contra el padre Vieyra? ¿Por qué vendió sus libros? ¿Dejó de escribir los últimos tres años porque la callaron sus detractores, la iglesia y el Santo Oficio? ¿o porque quiso auténticamente volcarse hacia la espiritualidad? ¿Murió? ¿o se dejó morir?
Como ya he dicho, los versos de Sor Juana Inés de la Cruz han despertado ecos diversos principalmente en las conciencias femeninas (y de género) de nuestro tiempo. Y qué bueno que así sea. Que la polémica que han generado, y siguen generando, los y las "sorjuanistas", sirva para acercarnos más a la lectura de esta nuestra maravillosa monja novohispana (de nuestro México-Nueva España), Sor Juana Inés de la Cruz quien, a casi trescientos veinte años de su muerte, se nos presenta como modelo e inspiración natural pues es indiscutible que su voz, en su tiempo y en el nuestro, nos refleja el legítimo, profundo y auténtico anhelo humano del saber.

sábado, 9 de agosto de 2014

No hubiera sido Juana

Echa un ovillo, estrechando la criatura recién nacida contra su cuerpo, sabía que debía tomar una decisión.
Su corazón criollo latía apasionado. Había logrado ocultar el embarazo fingiendo un caprichoso deseo por ver, una vez más antes de tomar los hábitos, la antigua hacienda del abuelo. Y así, abandonó el convento y con su nana negra se refugió en la casi derruida casona.
Pero no había resuelto lo que iba a hacer.
Se imaginó siguiendo los impulsos de su cuerpo, sacrificando los anhelos de su mente. Una vez más, como lo hiciera tantas veces durante los últimos meses, consultó al cielo estrellado. La bóveda oscura la bañaba con más interrogantes.  Esa pequeña prueba de vida ¿resolvía o incrementaba sus ansias de saber?
¡Si hubiera sido niño! En él podría encarnar sus búsquedas y sus esfuerzos. El sacrificio estaría justificado. En cambio, siendo mujer…
Miró con tristeza a la bebé.  Se la entregó a la anciana esclava.
-Tú me conoces, Nana. Juntas, únicamente viviremos humillaciones y desprecios. Como mi madre. –Reprimió un sollozo y agregó: -Llévasela a la virreina. Ella prometió cuidarla.


Dos meses después, Juana regresaba al convento y a sus libros.


junio 2009