¿Una habitación propia, o un cuarto propio para Virginia Woolf?
¿Cómo valorar una traducción? No lo sé. Y hasta ahora ni siquiera me lo hubiera cuestionado a no ser porque recientemente me encontré con un texto de Virginia Woolf: A room of one´s own y con dos de sus traducciones al español: Una, de editorial Colofón S.A. de C.V., 2009, a cargo de Jorge Luis Borges hacia 1935, y la otra de Ed. Seix Barral, 2008 realizada por Laura Pujol en 1967.
No voy a hablar de cuál es a mi juicio la mejor traducción. En este momento no me he decidido. He disfrutado la lectura de ambas. Sorprendentes.
Primero conocí la de Borges y, simplemente, me encantó. Su tono, su voz, su lenguaje construido con tanta belleza y formalidad... Después leí la de Pujol, y me pareció más cercana a mi contexto, no menos grandiosa, no, sino fresca, ágil, quizá más íntima... Después de ambas lecturas me surgió la interrogante inevitable ¿Cuál es Virginia Woolf?
Empezando con el título, ya vemos diferencias: el escritor (hombre) traduce: Cuarto propio, en género masculino. La traductora (mujer) prefiere: Habitación propia, en femenino. ¿Es casualidad? ¿Cuestión de gustos? ¿bagaje cultural?
Por otra parte ¿Qué hubiera preferido Virginia Woolf para el título de su obra en español: ¿Una habitación propia, o Un cuarto propio? ¿O la propuesta por Gambolini en 1994 de La habitación propia?
Y ya aquí hay al menos dos cuestiones para reflexionar: habitación y cuarto ¿significan lo mismo para Pujol, Borges y Woolf? Me inclino a pensar que no. El otro punto, que no me atrevo a asegurar, es si el género, femenino-masculino, de los correspondientes sintagmas estuvo presente en la selección del título en forma consciente, no al menos en Jorge Luis.
Me ilusiona creer que Laura sí jugó con la opción, motivada por su sensibilidad femenina. Al tema "necesidad de espacio personal, vida propia e independiente, para que las mujeres podamos escribir", sintetizado por Virginia en A room of one´s own, (en tono neutro) Laura lo sustantivó y adjetivó en género femenino con toda intención. ¿O simplemente quería diferenciar su traducción de la de Borges empezando desde el título?
Hay otros aspectos destacables al comparar ambas traducciones, uno de ellos es la época en que cada quién elaboró su texto ¿quién está más cerca de comprenderla? ¿Borges, que elabora su traducción a seis años de ser escrita o Pujol que lo haría casi treinta y ocho años después? Otro factor, la prioridad que cada traductor da al acomodo de sintagmas independientemente de lo que Woolf haya escrito. ¿Diferencias en la estructura lingüística entre inglés y español o preferencias personales? Veamos un caso:
JLB: La máquina humana siendo lo que es, cerebro, cuerpo y corazón todos entreverados...
LP: La constitución humana siendo lo que es, *corazón, cuerpo y cerebro mezclados...
*En el original... The human frame being what it is, heart, body and brain all mixed together
A continuación transcribo el mismo fragmento en traducción de Jorge Luis Borges, primero, y de Laura Pujol, después, ya que en ese orden los conocí. Forma parte del Capítulo I, y es posterior a la cena en Fernham, justo en el momento en que la narradora conversa con Mary Seton en su salita. Me gusta cómo describe los tópicos de conversación cuando no se ha visto por un tiempo a una persona.
Traducción
de Jorge Luis Borges
Y era propio en un huésped, un forastero (porque
yo en Fernham gozaba de tan poco derecho como en Trinity, Somerville, Girton,
Newnham o Christchurch) opinar: «La comida no
ha sido buena» o preguntar (ahora estábamos, Mary Seton y yo, en su salita):
«¿No podíamos haber comido aquí las dos solas?», porque si yo hubiera dicho
algo así, hubiera estado entrometiéndome
en la economía secreta de una casa, que presenta a los forasteros una fachada
de alegría y valor.
No, imposible decir nada. Por un momento la
conversación se detuvo. La máquina humana siendo lo que es, cerebro,
cuerpo y corazón todos entreverados, y no recluidos en compartimentos aislados
como sin duda lo estarán en otro millón de años, una buena comida es muy
importante para una buena conversación. Uno no puede pensar bien, amar bien,
dormir bien, si uno ha comido mal. La lámpara en la médula no se enciende con
carne hervida y ciruelas. Todos tal vez iremos
al cielo, y quizá Vandyck nos está esperando
en la esquina: tal es el vacilante y problemático estado de alma que las ciruelas
y la carne hervida engendran al cabo de la jornada. Felizmente mi amiga, que
era profesora de química, guardaba en un aparador una botella chata y unos
vasitos —(pero faltaba la perdiz y el lenguado)— de modo que pudimos acercarnos
al fuego y corregir alguna deficiencia del vivir de aquel día. En un minuto o dos,
nos estábamos deslizando por aquellos motivos de interés que nacen de la
ausencia de una persona determinada y requieren más tarde una discusión —como
alguien se ha casado, otro no; uno piensa tal cosa, otro aquello; uno está
desconocido de bueno, otro echado a perder— con todas aquellas especulaciones
sobre la naturaleza humana y el carácter del asombroso mundo en que surgen
naturalmente de tales principios. Mientras decíamos esas cosas, percibí con
alguna vergüenza una corriente que se imponía sola y que todo lo dirigía a su
propio fin. Daba lo mismo hablar de España o Portugal, de caballos de carrera o
de libros, porque el interés verdadero no era ninguna de estas cosas, sino una
escena de albañiles en un techo alto, hace quinientos años. Reyes y nobles
traían tesoros en grandes bolsas y las vaciaban bajo tierra. Esta escena se
animaba y volvía a animarse en mi mente y a colocarse junto a otra de vacas
flacas y un mercado barroso, y verduras marchitas, y áridos corazones de viejos,
esos dos cuadros, diversos, descosidos y disparatados como eran, estaban
enfrentándose siempre y sustituyéndose y me tenían del todo a su merced. Lo
mejor para no deformar todo el diálogo era exponer al aire lo que yo tenía en
la mente y dejar que se borrara y se deshiciera como la cabeza del rey muerto cuando
abrieron el féretro en Windsor. En pocas palabras, le hablé a Miss Seton lo de
los albañiles que habían estado todos esos años en el techo de la capilla, y de
los reyes y reinas y nobles cargando bolsas de oro y de plata que vaciaban bajo
la tierra; y cómo después los magnates financieros de nuestro tiempo, fueron
llegando y depositando cheques y acciones, imagino, donde los otros habían depositado
lingotes y toscas masas de oro. Todo eso, dije, yace debajo de esos colegios, ¿pero
qué yacerá bajo este colegio en que estamos, bajo el vistoso ladrillo rojo y el
pasto descuidado del jardín? ¿Qué fuerza había detrás de esa porcelana lisa en la
que comimos, y (esto me salió de la boca sin que lo pudiera atajar) detrás de la
carne hervida, la crema y las ciruelas?
Traducción de Laura Pujol
¿Correspondía a un huésped, a una extraña
(pues no tenía más derecho de estar allí en Fernham que en Trinity, Somerville,
Girton, Newnham o Christchurch) decir: «La cena no era buena» o decir (nos
hallábamos ahora, Mary Seton y yo, en su salita): «¿No hubiéramos podido cenar
aquí a solas?» Decir algo así hubiera sido fisgonear y tratar de enterarse de
las economías secretas de aquella casa, que ante un extraño presenta una cara
tan agradable de buen humor y coraje. No, no se podía decir nada por el estilo.
Y la conversación, por un momento, languideció. La constitución humana siendo lo que es, corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y no contenidos en compartimentos
separados como sin duda será el caso dentro de otro millón de años, una buena
cena es muy importante para una buena charla. No se puede pensar bien, amar
bien, dormir bien, si no se ha cenado bien. La lámpara de la espina dorsal no
se enciende con carne de vaca y ciruelas pasas. Todos iremos probablemente al
Cielo y Van Dyck se halla, confiamos, entre nosotros, esperándonos a la vuelta
de la esquina. Éste es el estado de ánimo dudoso y crítico que la carne de vaca
y las ciruelas pasas, tras un día de trabajo, engendran juntas. Felizmente, mi
amiga, que era profesora de ciencias, guardaba en un armario una botella
rechoncha y unos vasitos —(pero hubiéramos tenido que empezar con lenguado y
perdices)— de modo que pudimos acercarnos al fuego y reparar algunos de los
daños del día. Al cabo de un minuto más o menos, nos deslizábamos fácilmente
por entre todos estos objetos de curiosidad e interés que se forman en la mente
durante la ausencia de una persona determinada y que se discuten naturalmente al
volverla a ver: que si fulano se ha casado, zutano no; fulano piensa esto,
mengano lo otro; el uno ha mejorado increíblemente, el otro, por extraordinario
que parezca, se ha echado a perder. Y pasamos luego a estas especulaciones
sobre la naturaleza humana y el carácter del mundo sorprendente en que vivimos
que son la consecuencia natural de estos comienzos. Mientras decíamos estas
cosas, sin embargo, fui dándome cuenta tímidamente de que una corriente surgida
por su propia voluntad iba arrastrando la conversación hacia un fin
determinado. Por más que habláramos de España o Portugal, de un libro o una
carrera de caballos, el interés real de la conversación no era ninguna de estas
cosas, sino una escena de albañiles que transcurría en un tejado alto unos cinco
siglos atrás. Reyes y nobles traían tesoros en enormes sacos y los vaciaban en
la tierra. Una y otra vez esta escena cobraba vida en mi mente y se colocaba
junto a otra en que figuraban unas vacas delgadas y un mercado fangoso, y
verduras pasadas, y corazones fibrosos de ancianos. Estas dos imágenes, aunque
descoyuntadas, sin conexión y absurdas, no cesaban de encontrarse y de
combatirse y me tenían por completo a su merced. Lo mejor, para que no se
deformara toda la conversación, era exponer al aire lo que tenía en la mente y
con un poco de suerte se marchitaría y se convertiría en polvo como la cabeza
del difunto rey cuando habían abierto su ataúd en Windsor. Brevemente, pues, le
hablé a Miss Seton de los albañiles que habían estado trabajando todos aquellos
años en el tejado de la capilla y de los reyes, reinas y nobles cargados de oro
y plata que echaban a paladas en la tierra; y le conté que más tarde habían
venido los grandes magnates de nuestro tiempo y habían enterrado cheques y
obligaciones donde los otros habían enterrado lingotes y toscos pedazos de oro.
Todo esto se halla enterrado debajo de los colegios de la otra parte de la
ciudad, dije, pero debajo del colegio en que nos encontramos ahora, ¿qué hay
debajo de sus valientes ladrillos rojos y de la hierba sin cuidar de sus
jardines? ¿Qué fuerza se esconde tras la vajilla sencilla en que hemos cenado y
(esto se me escapó antes de que pudiera impedirlo) tras la carne de vaca, el
flan y las ciruelas pasas?
Por supuesto es mejor leer un texto en su idioma original pero, a desconocimiento del mismo, no nos queda más recurso que confiar en que las editoriales saben lo que hacen y disfrutar el esfuerzo honesto de quienes nos acercan a las obras a las que no tendríamos acceso si no fuera por sus traducciones.