Tierra del Efrit
Serán ceniza, mas tendrá sentido; Polvo serán, mas polvo enamorado. Francisco de Quevedo
Allá por 1995, Clint Eastwood y Meryl Streep, interpretarían la película "Los puentes de Madison County", basada en la novela bestseller de Robert James Waller. La película, dirigida por Clint Eastwood y con guión adaptado de Richard LaGravenese, también sería un éxito de taquilla.
Y Robert Kincaid y Francesca, los infaustos enamorados, se volverían referentes obligados de una de las más románticas historias de amor en el cine del siglo pasado, según quienes quieren creer en el amor eterno, puro, y con aureola de renuncia o sacrificio y logran distinguirlo de la pasión que puede surgir entre dos seres igualmente afines.
A mí la película no me pareció tan concluyente. Sí me gustó, en el contexto de dos adultos que asumen su sexualidad con libertad y sin fingimientos. Que aunque pudieran surgir, no implica compromisos posteriores, o que la relación trascienda más allá del momento y la memoria.
¿Amor, pasión, deseo, ilusión, fantasía...? ¿Qué fue lo que se vivió en esos cuatro días de agosto de 1965 en el condado de Madison, Iowa, en que el camino del fotógrafo de National Geographic lo llevó a la granja de Richard Johnson cuando éste se hallaba ausente?
Robert parece clarificar esto en la película, cuando, en respuesta a la exigencia de Francesca para que defina lo que ha pasado entre ellos le dice: "Hay mucha gente que ni siquiera cree que esto exista" y "toda mi vida me condujo a ti". Con lo que pretende minimizar lo circunstancial, clandestino y temporal de su situación.
¿Lo logra?
El recurso al que acude la película en defensa de este "amor constante más allá de la muerte", es mostrarnos el sufrimiento, dudas y angustia de la pareja al separarse. Tanto de quién decide finalizar la relación como de quién está obligado a aceptarlo. Y en eso Clint Eastwood y Meryl Streep, siguiendo el guión de LaGravenese, son más que convincentes.
Aunque sabíamos casi desde el inicio que Francesca no bajará de la camioneta cuando Robert aguarda bajo la lluvia (de lo contrario el esposo o los hijos estarían enterados), el suspenso que se crea en esa escena apunta al dolor de los amantes por lo que será una separación definitiva, más que a si ella cambiará de opinión. No obstante, por un instante, agónico, la magia del cine nos hizo creer que Francesca abriría la puerta del vehículo en que está con su marido y correría hacia Robert...
Ésta fue la escena que más me gustó... Como a todos, creo.
No por el hombre desolado cuya figura termina diluyéndose en la copiosa lluvia. Sino porque fue "una ella", (no "un él", lo común entonces), quién tomó la decisión; sin que sean relevantes sus motivos probablemente débiles o falsos o egoístas. Pues, a pesar de su exótico trabajo y sensibilidad poética, (o tal vez por eso mismo) Robert no parecía más enamorado que un adolescente de quince años. Y Francesca, aún con la certeza de la sinceridad de ambos en el intercambio amoroso, tras haber vivido la Segunda Guerra Mundial sabe de lo perecedero de los sueños y de la fragilidad de las promesas...
En la película hubo otros dos aspectos que no me convencieron en su momento ni ahora:
Primero, la cuestionable presencia de los hijos. El diario de Francesca es el recurso del cine para contarnos la historia. No se necesitaba que la lectura la hicieran los hijos. Lectura que además los impulsa a redirigir sus vidas con la sabiduría que ella no les pudo transmitir antes de morir. Que podría limitarse a: "Busca ser feliz, no abandones tus sueños, ni idealices un recuerdo. Vive con tu presente". O algo así. Los hijos sobraban.
Segundo, que el sitio que cobijará a los enamorados sea precisamente el hogar que Richard Johnson construyó en veinte años de matrimonio para Francesca. Allí, a partir del mundo seguro de ella, parece que ambos logran lo que anhelan. Él, la estabilidad; ella, la conexión de pareja que desearía en su esposo.
Sin sorpresa y hasta con naturalidad, vemos como Robert accede a todas las iniciativas de Francesca y va llenando los espacios del marido ausente: guarda cosas en el refrigerador, ofrece cervezas, descansa en la cama de Richard, guarda su camioneta en el granero, se sienta en el pórtico a ver el anochecer... y cada acción suya (según los diarios) parece encaminada a ella: consideración, ternura, deseo, placer. Sin exigencias.
¿Eso es amor? ¿Más auténtico o valioso que lo que han conocido antes o podrían vivir después?
Nuevamente será Francesca, (y aquí lo extraño, pues recordemos que toda la película se basa en sus remembranzas tardías) la que obligue a Robert a definir lo que siente, y si hay un futuro que los incluya. Él asegura, con pobres argumentos, que lo de ellos es único, que él es libre, que ella decida si se va con él. La escena siguiente Francesca prepara sus maletas y con cada paso que da, se despide de su hogar. Pero no se irá, ya lo sabíamos...
Llorará, recordará y escribirá.
Y escribirá que llora y que recuerda. Y aún así, en sus diarios lo único que queda claro es que 24 años atrás Francesca mantuvo con Robert una relación que los marcaría de por vida y que la separación así como el secreto al que condenan su experiencia amorosa no serían diferentes al de muchos efímeros amoríos.
Ahora que si vamos al libro...
Allí hay más testimonios que amplían el carácter de los personajes, sus emociones, dudas y motivaciones. Francesca, de 45 años, no es la figura central, ni la narradora, como sí lo fue en la película; pero sus afinidades con Robert son más claras: en su Italia natal estudió literatura inglesa y fue maestra en la universidad. Se mencionan, sí, unos cuadernillos, su deseo de ser cremada y que las cenizas se esparzan en cierto puente del condado (donde se esparcieron las de Robert), y una carta, en la que explica a sus hijos cómo, veinticuatro años atrás, vivió una historia de amor de la que ellos no estaban enterados y que merece ser contada...
En cuanto a Robert Kincaid, el trashumante y divorciado fotógrafo de National Geographic de 52 años, con una sensibilidad y cultura infrecuentes en el medio rural de Iowa, y cuyo camino lo condujo a preguntar cómo llegar al puente cubierto de Roseman del condado de Madison en agosto de 1965... Bueno, no queda ninguna duda de la firmeza de sus sentimientos ni de su convicción (que mantendría hasta la muerte) de lo inusual y extraordinario del amor que ella despertó en él. Ni del rechazo de ella cuando él, asumiendo que ya no podrían vivir uno sin el otro porque la unión de ellos era indisoluble y permanente, y sin que mediara ningún reclamo o presión por parte de Francesca para hacerlo, le pidió que terminara la relación con su marido...
Según parece la novela nos acerca de otra forma a la misma historia.
¿O es otra?
Ahora intentaré hablarte del mar. Del que asocio a mi vida desde que tengo uso de razón. (2014-07-18)
Papá tenía un rancho en Tamaulipas, al que íbamos en todas las vacaciones, que colindaba con el mar. Los médanos o dunas, no nos dejaban verlo pero escucharlo era inevitable. De día o de noche ya bramido, ya rugido, ya murmullo el mar se hacía presente. Siempre vivo, amenazante, a pesar de la distancia. Generoso a veces y cruel en otras. Lo amábamos. Sólo en una de las tres temporadas del año que pasábamos en el rancho, papá nos llevaba a ver el mar. Era cuando el mar se ofrecía sereno, o fatigado o amigable.
La expedición era una aventura. Implicaba preparativos diversos. No sólo víveres y agua, había que preparar caballos y bueyes y la carreta. Salir casi de madrugada, para llegar a los médanos antes de que el sol calentara la arena. Pues allí se nos daba la opción de pasar ese trecho a pie. (La carreta tenía que hacer un rodeo y los jinetes fungían como guardianes.) Todos preferíamos correr, subir o atravesar los médanos en un intento de ser los primeros en dar el grito de "El mar, el mar" como si nunca lo hubiésemos visto o no supiésemos que estaba allí. Los que quedábamos detrás del "explorador" de avanzada, nos apurábamos también a llegar al sitio donde se pudiera divisar.
Esto ocurría siempre. Desde que tuve uso de razón. No me importaba ser la primera o la última. Allí empezaba mi enamoramiento. Faltaba terminar de cruzar el medanal y todavía un tramo de como quinientos metros de playazo para llegar a la orilla del mar.
Pero desde la cumbre de algún médano, y estirando la vista al máximo, mientras el viento me desordenaba el cabello, la imagen mágica del resplandeciente mar, con su tirita de espuma blanca rodando, y el chasquido de las olas al rebotar, me encandilaba el alma.
Era un gozo recorrer el tramo que nos faltaba. Con el mar cantando cada vez más fuerte. (Al regreso era lo inverso, me faltaría todo un año para volver y la pena era proporcional.)
Otro día te hablaré de la arena, la más hermosa del planeta, de las conchas y de la vegetación y la fauna (cangrejos, tildillos). De cómo acampábamos, modestamente, y de lo que hacíamos. Y del regreso, inflexible, antes de las once de la mañana para evitar la asoleada.
Ese mar de mis raíces se aferra a mi corazón como no tienes idea. Simplemente recordarlo me hace feliz. Vivirlo, ni se diga.
En palabras de José Emilio Pacheco:
¿Una promesa espiritual es mucho más fuerte que el amor humano?
Era 1959. Yo tendría nueve años y en matiné dominical el colegio de religiosas nos proyectó la película "El Milagro". Con Carroll Baker y Roger Moore y dirigida por Irving Rapper.
Teresa, novicia en el convento del Valle de Miraflores, a punto de profesar y devota de la Virgen María se enamora de Michael Stuart, (oficial inglés a las órdenes de Wellington), que combatirá para expulsar a los franceses del territorio español y contra el imperio napoleónico tanto en las batallas de Salamanca y Arapiles en 1812, como en la de Waterloo, cerca de Bruselas, el 18 de junio de 1815.
Entre tanta guerra, no sé si la intención era fomentar vocaciones entre las colegialas. Pero a mí me conmovió profundamente el juramento que la novicia hace a la Virgen María en la adaptación de la película, pues el tema, tomado de una leyenda de la Edad Media, de tradición marianista europea, era un poco más simple y no lo incluye: Una religiosa seducida con engaños, falta a sus votos, se arrepiente del desliz y reforzada en su fe regresa al convento para descubrir que la Virgen de su devoción ocupó su lugar para que nadie notara su ausencia.
El enfoque en la película es algo diferente:
- Cuando la Virgen toma el lugar de Teresa, el pueblo sufrirá sequías y enfermedades que cesarán cuando la joven regrese a cumplir su promesa, pues la imagen de la Virgen a la que le rezaban desaparece misteriosamente.
-Además, Teresa no es seducida con engaños como la religiosa de la leyenda. Suplica y hace un juramento sin que nadie, sino el amor que siente por Michael, la obligue: Con gran fervor se ofrece a la Virgen a cambio de que el soldado sane. Pidió un milagro y se le concedió, pero ella rompe su promesa y huye del convento en su busca.
Cierto que ambos jóvenes están verdaderamente enamorados y eso debería significar algo... Pero una promesa es una promesa. Y Teresa, que ha renegado de su fe y cree que Michael está muerto, sabe que debe cumplirla. Cuando la víspera de la Batalla de Waterloo descubra que él vive, finalmente comprende que su obligación es regresar al convento y renunciar a él.
Y ése es el punto. La decisión de Teresa de retomar los votos parece más un sacrificio por amor que el llamado de la fe.
Tal vez es lo que Irving Rapper quería contarnos, una historia de un amor verdadero imposible. No de un amor que no se logre porque los enamorados mueren, como Romeo y Julieta, o porque se interponen entre los amantes las promesas de fidelidad a la pareja previa, como será el caso de Tatyana y Onegin o en Los puentes de Madison.
Sino una historia de amor verdadero, auténtico, correspondido que exige renunciar al amor por el bien del amado.
No sé. Como la historia que cuarenta años más tarde, en 1999, dirigirá Neil Jordan con Julianne Moore y Ralph Fiennes, basándose en la novela de Graham Greene de 1951: The End of the Affair. Aunque ya antes, en 1955, la habían protagonizado Deborah Kerr y Van Johnson bajo la dirección de Edward Dmytryk.
En esta película "El ocaso de un amor" que se desarrolla en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, la agnóstica Sara Miles, (al igual que la novicia Teresa) ruega y hace un juramento "a cualquier ser sobrenatural que la escuche" que le haga el milagro de volver a la vida a su amante, quien acaba de morir junto a ella alcanzado por una bomba. Y a cambio ofrece en sacrificio renunciar a él. Cosa que hará de inmediato al serle concedida su petición. A pesar de que ella lo seguirá amando y él se rehúsa a terminar la relación, ella se mantiene firme y cumple su promesa. El amor de Maurice Bendrix por ella, por otra parte, se convierte en odio.