martes, 26 de junio de 2012

Dragón negro

Hace mucho, mucho tiempo vivió, en un lugar muy, muy obscuro, esta sombra majestuosa. De porte aristocrático y elevada e indiscutible alcurnia. Era una sombra impecable y feliz que recorría con placer los extensos dominios que poseía. No había rincón que le negara el paso, ni tinieblas que se le opusieran. Su silueta apenas se perfilaba como una ligera negrura dentro de la oscuridad que la acogía. Difícil de identificar en la penumbra, pasaba desapercibida para la mayoría, sin causarles temor ni zozobra.  Disfrutaba, en libertad, de su anonimato y esto le había permitido, se decía a sí misma, tener empatía. 
Al contrario de lo que pudiera pensarse, no era sombría. Reía con suavidad, y en ocasiones, resplandecía de negro. Creía en la verdad y en el amor. En dar, sin esperar nada a cambio. En crecer, en progresar, en agradecer. También, hay que reconocerlo, se sentía ligeramente superior al resto de la creación. Pero no había soberbia en su actitud: era una sana dosis de autoestima.
Es evidente que la sombra no conocía la luz del día. Ni tampoco la que el humano había inventado para vencerla. En su ignorancia relativa, la majestuosa sombra se sentía invencible. Pero al igual que las pequeñas bestias que un día deben abandonar sus guaridas ahuyentadas por la proximidad de los nuevos poblados, un día le tocó el turno a ella.
Su valentía le aconsejaba enfrentarse al contrincante, y con nobleza aguardó de pié. Inerme. Confiaba ¿qué mejor?, en la fuerza de su corazón.
¿Cómo explicar ahora lo que ocurrió entonces, cuando la clara luz sonrió en el horizonte y fue tiñendo de dorados la etérea bóveda celeste? La belleza que surgía a la distancia se anticipaba perfecta y provocó en la sombra un sentimiento que jamás había sentido y ni siquiera imaginado que existiera. Era más que un deseo de ser igual o de llegar a poseerla; se parecía más a un anhelo incontenible por unirse, confundirse, consumirse...
Desfallecía la sombra, estupefacta, inmóvil, con la ilusión inalterable. Le parecía cercano e inevitable el momento de fundirse.
Y en lugar de correr y ocultarse a la distancia para salvarse, al igual que muchas otras sombras que habían sucumbido al encanto de su rival, fue plegando sus frágiles alas, por momentos temblorosas, hasta desaparecer.


Elsa Beatriz Garza
    

sábado, 23 de junio de 2012

El ángel Sudoku

Era apenas poco más que una sombra. De apariencia etérea y estatura no mayor a la promedio en un país como el nuestro. Difícilmente llamaría la atención entre las multitudes. Tampoco destacaba cuando hacía fila para sacar cita o mientras esperaba, sentada, su turno a la consulta.
El enorme hospital, intransigente e inaccesible para la mayoría de los dolientes, no la había detectado.
De haber interrogado a los guardias, no sólo negarían haberla visto entrar o salir sino que ninguno la hubiese recordado.
Probablemente ni siquiera las personas con las que conversaba.
Y es que era un ángel menor; de poderes limitados.
No es que hubiera caido en desgracia, no. Ni que le faltara vocación, experiencia o habilidad.  Para nada. No era torpe, ni sus facultades decaían con la edad. Al menos, no todavía. Simplemente no le habían asignado misión...
Por el momento era como una especie de comodín, sin capacidad de decisión, ni de generar cambios. Y con apariencia de mujer.
Se había quedado atrás, inadvertidamente, durante el entrenamiento básico. Mientras el resto de sus congéneres continuaba el recorrido por la sala de cunas confiando en ser designados ángeles guardianes, ella se detuvo junto a un enfermo mayor.
El hombre miraba agobiado el montón de puertas cerradas. Tras una de ellas, tal vez, estaría la cura a su problema. Ya había cruzado muchas otras y conocía diversos pisos y dependencias de nombres intimidantes. En su rostro se podía leer el desaliento: ¿qué me aguarda al salir?
Tan abrumado estaba que no entendió la pregunta que ella le hizo... Pero siguió el juego de la conversación, por cortesía. (Él no sabía que ella era un ángel.) Y entre unas frases y otras, contó su historia.
-Una vida normal -pensó ella-, sin picos ni relieves. Dulce y terrible, como todas.
Y se volvió a buscar a su grupo, que avanzaba por el pasillo; pero repentinamente, y casi por instinto, se ocultó. Del consultorio habían llamado al paciente y él le sonreía al despedirse.
-Una sonrisa normal. -Pensó ella, decidida. Y caminó hacia los encamados, en dirección opuesta a la salida. Pues el hombre que cerraba la puerta tras sí, ahora lucía sereno y liberado de su conflicto.

Elsa Beatriz Garza
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miércoles, 13 de junio de 2012

Mujeres, cartas y retratos

Hay tres textos que la casualidad o el destino, o ambos, hicieron que leyera recientemente. Los leí en orden inverso a su publicación original, es decir, primero leí Aura, de Carlos Fuentes publicada en 1962, después disfruté de La cena, de Alfonso Reyes datada en 1912 y mi última lectura, de las tres que ya dije, fue Los papeles de Aspern (1888) de Henry James.
Antes de continuar, debo reconocer mi ignorancia previa a las lecturas. Yo no tenía ni idea de que el padre de Fuentes hubiese sido amigo de Reyes, ni de que el pequeño Carlitos, en su niñez, hubiese escuchado historias del propio don Alfonso, sentado en su regazo. Tampoco conocía la relación entre Henry James y Alfonso Reyes, ni el amplio conocimiento que cada uno tenía de la obra del otro.
Así, mi sorpresa fue genuina con la lectura de La cena. El relato, ameno, pulcro, seductor, fue despertándome recuerdos de la lectura previa de Aura. No hay copia directa, debo aclarar, ni mucho menos. Pero el ambiente en ambos textos se me figuraba continuidad uno del otro. Las semejanzas, en cambio, en el caso de Aura y Los papeles de Aspern son muchísimo mayores.
Aunque, también, debo insistir, en que no se trata de copia sino, quizá, de fuente de inspiración.
Probablemente, ¿cómo saberlo? los tres autores encontraron algo fascinante en el motivo original y, cada uno a su modo, con su talento, visión y estilo, le dio vida.
Suponiendo, y sólo suponiendo, que, en efecto, la historia empiece con James, la leyenda dice que se basó en un hecho real: Los protagonistas verdaderos, los que inspiran la historia, serían entonces un joven bostoniano (Silsbee) con interés en documentos "valiosos" (cartas del poeta Percy B. Shelley y Lord Byron) en poder de una anciana (Claire Clairmont, antiguo amor de Byron), quien vivía con una ya no muy joven sobrina nieta.
Los personajes de los cuentos, en cada caso son tres:
-Felipe Montero, historiador; Consuelo, anciana y quien posee los documentos históricos; Aura, (seudo)sobrina nieta bajo la sujeción de la tía.
-Alfonso, joven poeta; Doña Magdalena, anciana que posee el retrato del militar; su hija Amalia.
-Joven editor (sin nombre); Juliana Bordereau, antiguo amor de Jeffrey Aspern y poseedora de las cartas; y Tita Bordereau, sobrina nieta.
En cuanto al ambiente hay muchísimas semejanzas: la situación económica de las mujeres, la vivienda, el mobiliario, la oscuridad que las rodea, el jardín, los retratos... También en la relación entre la anciana y la joven, que se percibe de dominio de la primera con respecto a la segunda...
Lo interesante es que, a pesar de todo lo anterior, de tantas semejanzas o coincidencias, no se trata de la misma historia. Y cada una de ellas aporta su propia riqueza, su fascinación individual, el talento del autor la hace única...
James recrea una situación en la que el protagonista se mueve por su propia ambición. Aparentemente las mujeres serán sus víctimas. Ellas no han hecho nada para provocar que él se les acerque, o las busque. Al contrario. Juliana ha intentado que el mundo las olvide. Y Tita es una sombra fiel a los deseos de su tía. No obstante, cuando el editor deja entrever su interés en los documentos, las mujeres resuelven (en escenas que no se describen, pero fácilmente imaginables), "atrapar" al hombre, casarlo con Tita.
Reyes, por su parte, nos ofrece un texto menos complicado en cuanto a intenciones. Aquí las mujeres ya toman iniciativa, ellas son quienes deciden el acercamiento e invitan al joven Alfonso a cenar, aprovechando su interés por lo asombroso y su conocimiento de París.
Y en el tercer texto, Consuelo es mucho más hábil. No sólo atrae al joven historiador con una oferta de trabajo irrechazable, (muy específica en cuanto a características físicas e intelectuales, de a quién va dirigida), sino que, para evitar que la "presa" se le escape y poder realizar su fantasía erótica, utiliza la seductora figura de Aura.
¿Habrá una cuarta historia rondando por alguna parte de la literatura universal donde las cartas sean el "gancho" y los retratos la clave que utilizan las mujeres en sus fantasías amorosas?

Elsa Beatriz Garza




miércoles, 6 de junio de 2012

Cuando pedir un deseo es un cuento del absurdo

Una vez leí una historia sobre un hombre de baja estatura. Era una narración rusa, breve, de la literatura del absurdo. En esa época yo tenía buena memoria y podría haber dicho sin equivocarme que el autor era, digamos, Danil Jarms, quien había nacido en 1905 y muerto en 1942, e incluso podría agregar que perteneció a un grupo que se autonombraba Oberiu;  pero ahora ya no confío en mi memoria. Por tanto, olvidémonos del autor.
Sólo recuerdo, y probablemente no muy bien, que el protagonista era un hombre bajito.
Entiéndanme, no era "gente pequeña" como se acostumbra decir ahora, ni un pigmeo, ni nada no normal. Él simplemente no creció lo que la mayoría, en promedio, centímetro más, centímetro menos, tiene por costumbre crecer.
De allí en demás, debió ser, supongo, una persona normal. Con sus complejos y sus fantasías. Y sus secretas ilusiones. E igual que muchos que, al ver inalcanzable su secreto anhelo deciden que las uvas están verdes, el hombre bajito probablemente mandaría a un profundo rincón de su corazón el ansiado deseo.
Y padecería, como cualquiera, un apodo no muy ingenioso, e incluso debió aplaudír el chiste inventado a su costa de que para subir los escalones necesitaba escalera...
Probablemente, digo.
Porque, según la historia, era un hombre bajito al que se le apareció una bruja.
Ahí es nada: ¡una bruja! No un hada comprensiva, no. O un mago tolerante, ni un ángel piadoso. No. Tuvo que ser una bruja.
Maravilloso y sorprendente.
Una bruja que sin explicación alguna, pero de seguro con alguna intención muy brujeril, digamos, tras lanzarle una mirada de ésas que congelan, le lanzó la pregunta, o la orden, o lo que haya sido la frase aquella con la que ofreció cumplirle un deseo.
Y aquí la historia de absurdo deviene en la vida real, porque... dejando de lado que el protagonista de estatura no elevada creyera o no en las brujas, o que la susodicha fuese un ente verdaderamente poderoso capaz de concederle cualquier anhelo, ¿quién puede hacer algo más que enmudecer y llorar ante una situación como ésa? ¿Ante la posibilidad de transformar las injusticias de tu mundo; de sentir cómo afloran, alocados, sentimientos desconocidos; de descubrirse un extraño intentando negarse todo su pasado; y de tener que decidirse y responder en una fracción de segundo?
La bruja desapareció, claro, sin obtener una respuesta. Probablemente enojada porque no pudo realizar su misión. O tal vez satisfecha si logró su propósito. 
Por una vez, y a pesar del inconsolable llanto que acompañará por siempre al hombre bajito de la historia, quiero pensar que el punto a favor fue para él. Que le bastó ese brevísimo instante para liberarse de su esclavizadora fantasía... Y lloró, sí, terriblemente acongojado, al comprender que su deseo era que la bruja se hubiera aparecido antes... Muchos, muchos años antes.

Elsa Beatriz Garza

lunes, 4 de junio de 2012

Las Treviño

Yo no las conocí. Nunca supe sus nombres, ni cuántas eran. No vivían aquí. Quiero decir, no eran del rumbo. Vivían en una casa de piedra, alta, silenciosa, de perfiles grises. Un jardín quieto, inmóvil, lleno de sombra, la rodeaba.
Si las recuerdo, sin haberlas conocido, es porque llevaban el mismo nombre de mi familia. ¡Pero qué contraste! Mis tías eran ruido y bullicio y ellas, según decían, pausadas y delicadas figuras de movimientos cuidados.
Tal vez sus enormes ojos claros y su tez blanquecina las hacían más destacables en un entorno de miradas y cuerpos brunos.
O quizás el acento heredado de sus padres extranjeros las obligaba a pronunciar con dificultad las erres y las eñes, o a remarcar las zetas y las uvés.
No podían, ni aún intentándolo, pasar desapercibidas entre un grupo de locales. Como el prietito en el arroz, o mejor, como el arroz entre los prietitos...
Pero no era sólo su aspecto el que destacaba su diferencia. Parece que al caminar no pisaban la tierra: sus vestidos largos impedían verles los pies al avanzar y daba el efecto de que simplemente se desplazaban a unos cuántos centímetros del piso. Aunque muchos creían que no era solamente un efecto. Pues además surgían inesperadamente por cualquier rincón del jardín, sin previo ruido que indicase su presencia... Y se desaparecían del mismo modo.
Eran amables y atentas. Compasivas y dulces.
No causaban temor, si acaso es lo que alguno pudiera pensar sobre ellas.
En ese tiempo no se hablaba de zombies ni vampiros e indiscutiblemente ellas no lo eran, ni lo serían hoy día.
Pero eran diferentes. Absolutamente.
Ellas... sabían.
Y tal vez por eso la mirada se les perdía en la distancia, por encima de la cabeza del interlocutor. Y tal vez por eso sus respuestas parecían lejanas y enigmáticas...
Ellas... sabían.
Por broma, un día, una amiga les llevó una baraja del Tarot. Al principio las Treviño no entendieron de qué se trataba. Extendieron todas las cartas sobre la mesa, observando cuidadosamente una por una, y después se miraron entre ellas, sin sorpresa, con tristeza más bien. La mayor movió lentamente la cabeza, asintiendo, y murmuró algo como "ya es el tiempo".
Ese día la amiga salió alegre por la lectura de las cartas; las Treviño le habían adivinado el futuro, según diría y recordaría siempre. Aunque ellas sólo habían hecho conjeturas vagas y amables.
Las Treviño no eran brujas, ni demonios, debo insistir en ello.
Los días que siguieron la gente empezó a visitarlas cada vez con más frecuencia, pidiendo que les leyeran las cartas. Y una de ellas, la mayor, la de nombre celta, las atendía.
Arregló una pequeña habitación, una especie de ropería a la que se llegaba por una puerta lateral de la casa, acomodó una mesa con sillas alrededor, en las paredes colgó algunos mapas zodiacales, sacó un búho disecado y algunas otras chucherías, y ...
Por algún tiempo, mucho, mucho tiempo, entre risas y nervios, entre emoción y esperanza, fingiendo que era un juego, las amigas fueron a conocer su destino.  Sin advertir, ni sospechar, que esa curiosa entrevista se quedaría grabada para siempre. Cuando les fallara la esperanza, o se les complicaran las cosas, o simplemente cuando la propia vida pareciere no tener ya nada que ofrecerles sino la lenta e inevitable pérdida de la juventud, entonces surgiría, entremezclada con algún melancólico recuerdo, la frase que la mayor de las Treviño les hubiera revelado. 
No era una frase en particular. Ni tenía que ver con nada especial. Era la vaguedad de lo expresado lo que la hacía inolvidable... Y la mirada penetrante con que había sido dicha. Porque era inegable que "ellas... sabían."
Pero esto no es lo importante.
Un día con otro, las Treviño desaparecieron. No por arte de magia. Simplemente se fueron. Una a una. Y nadie se dio cuenta. La menor, aparentemente, a estudiar al extranjero. Otra, se casó (¿se casó?) y movieron del trabajo a su marido. Una más, fue a ver a una pariente enferma, que vivía quién sabe dónde, y sola.
Sólo la del nombre celta, cada vez más espectral, continuó viviendo allí. O eso se cree, pues nadie la vio salir o despedirse. Aseguran que se perdió entre sus propios jardines...
Lo cierto es que un buen día los vecinos vieron cómo demolían la casa para dar paso a un centro comercial y de ellas no se volvió a saber nada.

Elsa Beatriz Garza



sábado, 2 de junio de 2012

Ella, la otra, la primera... 3a p.

Y las ventanas siempre abiertas...
Para que con el aire entraran también las risas, y sacaran el silencio que se aferra entre el polvo y los rincones. Y espantaran aquellos ratos en que los pensamientos graves pugnaban por dominarlo todo...

"Y si ya no me quiere... Y si me deja por otra... Pero el viento sopla y me despeina y mi falda ondea divertida..."

Aquí se sentaba por las tardes, puedo sentirlo. Casi escucho sus pasos decididos avanzando por entre la grava. Bajo el árbol en ese tiempo floreciente, tras darles un poco de agua a los pajarillos nixtamaleros. Tal vez miraba al cielo interrogando, no lo sé.  

Elsa Beatriz Garza



viernes, 1 de junio de 2012

Perry Mason

Así que de pronto el abogado requirió una personalidad concreta. Como si ser abogado no tuviese suficiente mérito. Debía, además, convertirse en quien resolviese el crimen. Encontrar la causa del delito es sólo parte de la solución. También debía encontrar al culpable, y la forma en que se cometió el crimen. Para ello requería información que alguna agencia de detectives le proporcionaba, pero que el propio abogado orientaba y de alguna manera esperaba encontrar. Tras localizar a cuanto testigo o probable fuente de información fuese precisa, Perry, (o Mason, como frecuentemente se le nombra en los relatos), justifica todo su quehacer, y va más allá. En algunos casos, como ocurre con todo "personaje" de novelas en serie, se erige en juez y perdona al verdadero culpable por ejemplo. O hace de cupido, o benefactor de algunos de sus clientes.
Interesantes historias que a pesar del tiempo transcurrido se mantienen dentro de la lógica ¿impecable? Al menos aceptable.
El caso del perro aullador, El caso del canario cojo, El caso de las piernas bonitas, son algunos de los ejemplos en los que este célebre abogado (porque es famoso incluso dentro de sus historias) da muestras de su calidad humana.